La literatura y la enfermedad

En este número de La Sombra dedicado a la enfermedad no podía faltar la referencia al primer libro de poemas de Luna Miguel: Estar enfermo. Publicamos, por cortesía de sus autores, tres reflexiones en torno a la enfermedad y la literatura con motivo del poemario de Luna Miguel.


LA LITERATURA Y LA ENFERMEDAD: GÉNESIS Y EVOLUCIÓN DEL TEMA
EN ESTAR ENFERMO DE LUNA MIGUEL

Javier Gato

Hace unas semanas llegó a mis manos Estar enfermo de Luna Miguel (Alcalá de Henares, 1990), publicado por la Bella Varsovia, un librito tan delgado como su propia autora que se encuentra custodiado por el dibujo de una niña desnuda, apenas púber, en la portada, y por un comentario del jovencísimo crítico literario Antonio J. Rodríguez (veintidós años).

Estos elementos que acabo de nombrar resultan, creo, suficientes para hacer una idea al lector de esta reseña que en Estar enfermo, pese a la temática de los poemas que lo constituyen y las circunstancias que los generaron —cuestiones que me dispongo a analizar a continuación— se va a encontrar con la Poesía joven española. Y con decir joven, no digo años 70. No digo Poesía de la experiencia. Digo la nueva ola de escritores nacidos a fines de los años 80 y principios de los 90, que apenas si cuentan veinticinco años en el caso de los más mayores, y que se multiplican a un ritmo vertiginoso a las espaldas de la poesía oficial de recitales soporíferos —de dignarse a celebrarlos—, flexo y botella de agua que toda la vida ha sabido hacerse odiar por la sociedad española.

De esta muchedumbre de terribles adolescentes destaca poderosamente Luna Miguel, madrileña de diecinueve años criada por YouTube y Fotolog y que está revolucionando la literatura nacional con una nueva concepción del poeta, entendido como creador de productos culturales pero también como producto cultural en sí mismo, inserto en un mercado y —fulminada la torre de marfil— destinado a competir con Beyoncé, Lady Gaga y Fangoria. Mientras señores con barba se pierden entre panfletos «sociales» (léase «marxistas») y señoras cardadas se extasian con los atardeceres, la primera década del siglo XXI toca a su fin con una nueva raza de poetas que escriben, dibujan, bailan, actúan y (se) fotografían.

Desconfío de la crítica inmanentista que se limita al texto, a su estructura, y hace oídos sordos a su situación pragmática. Y es que la literatura es cada vez menos el texto y más la enunciación: emisión, recepción y retroalimentación. Es por ello que me gustaría enfocar la crítica a este libro haciendo un poco de genética textual y buceando en las circunstancias vitales de la poetisa Luna Miguel que la impulsaron a concebir Estar enfermo. Pues al fin y al cabo —ya lo dijo Samuel R. Levin—, el poema existe porque el yo poético decide, en un momento dado, enunciar la siguiente fórmula, implícita en todo texto lírico: «Yo me imagino a mí mismo en, y te invito a concebir un mundo en el cual…».

En el 2005, Luna Miguel se traslada a estudiar a Niza con tan sólo quince años y cae perdidamente enamorada de un hombre considerablemente mayor que ella. El tópico de Lolita, no aprendido en una biblioteca sino carnal e intensamente experimentado por la poetisa, queda pronto disuelto por el desengaño amoroso. Luna regresa a España al poco tiempo y reflexiona entonces sobre la idea de la enfermedad. Con la diabetes en su mente —y en sus venas— y enferma de amor, la «niña Miguel» se pregunta, muy a la manera de la sensibilidad romántica más lánguida y perversa rescatada por el Modernismo, si la enfermedad del cuerpo puede reproducirse empáticamente en el alma e inundarla de malestar, invirtiéndose así el proceso psicosomático.

Ante el bronco fracaso sentimental, la poetisa llega a la conclusión de que existen misteriosas correspondencias entre la vulnerabilidad de su organismo y la hiperestesia de su espíritu, correspondencias que suponen una «rebelión contra la herencia platónica y su disociación del cuerpo y el alma» —como dice Antonio J. Rodríguez en la contraportada—. Cabe decir que esta rebelión contra la herencia platónica, no obstante, es el último grano de arena que se suma a otra herencia, la romántica, plagada de personajes y voces líricas para los cuales el desamor, la tuberculosis, la angustia y la locura son síntomas del mismo mal. Y Síntomas es justamente el título de la primera plaquette que La Bella Varsovia publicó a Luna Miguel en noviembre de 2008, en la que se contienen doce poemas que tratan esta temática. El libro que nos ocupa, Estar enfermo, es una ampliación de la plaquette Síntomas, condicionada por nuevas circunstancias vitales de la autora.

Un buen día, Luna Miguel lee el ensayo On Being Ill, de Virginia Woolf, y se siente decididamente atraída por el tema de la enfermedad en general —y la locura en particular— como vía de conocimiento. Su fascinación por Woolf y la literatura en definitiva, así como el paso del tiempo, la ayudan a salir del mal amoris, pero para caer en una nueva enfermedad: la de la literatura. Así afirma la autora al final de la segunda parte del poemario: «Leí a Virginia Woolf y caí enferma». Enferma nuevamente y enferma su Musa, sí, pero enferma de un mal, a fin de cuentas, elevador y redentor como ya veremos en el sentido de su «recuesta» a Carmen Jodra.

La literatura como enfermedad/locura es también un tópico de raíz romántica que los modernistas, artistas a caballo entre dos siglos —como lo es la Miguel—, se empeñaron en recuperar y cultivar intensamente dentro de la tendencia decadentista. Sin embargo, ya Platón afirma que la poesía es fruto de una manía o locura divina; e incluso ya se hallaría esta idea presente en Demócrito. La enumeración interminable de tópicos y nombres evidencian que Estar enfermo, no obstante su delgadez y brevedad, es un libro cargado de ideas poéticas de raigambre milenaria y enriquecido con nuevas fuentes literarias e inquietudes intelectuales de la autora a lo largo de cuatro años.

La estructura del libro se compone de tres partes, o mejor dicho, de dos partes correspondientes a dos temas literarios, dos momentos de la adolescencia de la autora, las cuales giran alrededor de un eje, representado por (la lectura de) Virginia Woolf. La presencia de la vanguardista autora, enferma y suicida, es decisiva en la cohesión del libro y en la construcción de su sentido y conclusión; no en vano, es su homónimo ensayo el que da título al libro.

La primera parte, de nombre «Síntomas», comparte el título de la plaquette de 2008, lo cual indica que gira en torno al tema de la correspondencia entre la enfermedad física y la hiperestesia espiritual, cultivado durante la temprana adolescencia. El libro se inicia, precisamente, con una conocidísima cita de un iniciador del Romanticismo como es William Blake en la que se condensa el regusto decadentista que salpicará aquí y allá el texto.

Los títulos de todos los poemas, en francés, evocan en nuestra imaginación aquella temporada en Niza que sigue viva en el recuerdo de la autora. «Hypocondriaque» nos insinúa, a través de una muy sugestiva enumeración de elementos, los síntomas de la diabetes y del desamor puestos en relación, y el irónico remate autonegativo nos da la clave fundamental para la comprensión de esta primera parte. Se suceden imágenes simples pero contundentes, muy pizarnikianas: el silencio (asimilado en cierta ocasión a una epidemia), el viento (símbolo del amado ausente e imposible —a menudo por inconstante— en Alejandra Pizarnik: véanse todas las mujeres «enamoradas del viento» en sus poemas, tal como lo está la Miguel), la garganta (símbolo de la vida y también del canto, y por extensión, de la poesía, pero también de la delicadeza y la fragilidad)…

Los versos son concisos, secos, plenos en su significación y sentido, si bien en algunos poemas, aunque sean los menos, se abusa tantísimo de la brevedad que se quedan éstos reducidos a meros apuntes sin apenas valor estético; por suerte, son éstos los menos, escritos —no lo olvidemos nunca— con apenas quince años. Me interesa especialmente, por su fuerte carga decadentista, el manifiesto poético contenido en «Poésie»: «de la poesía espero maldad» (he aquí a Baudelaire), pero también «exijo asco» (la neurastenia o spleen, de raigambre romántica y tan popularizada por los poetas malditos del Modernismo). En el verso «invoco enfermedad», la poetisa parece estar vislumbrando ya a la «Musa enferma», que se le presentará plenamente a partir de su lectura de Virginia Woolf.

«Río Ouse» es el punto de inflexión de Estar enfermo; diríase que es a partir de aquí cuando Estar enfermo empieza a cobrar vida, dado que la primera parte es tan sólo la plaquette Síntomas revisitada. El río Ouse, río al que se lanzó Virginia Woolf con piedras en los bolsillos, sirve de frontera entre la Luna de quince años y la de diecinueve, entre la niña y la mujer, entre la enferma de amor, abandonada, y la enferma de literatura, autoencontrada y redimida. Así lo declara la poetisa: «Terminé de leer Estar enfermo y accedí al Cielo».

En estos textos Luna Miguel declara su fascinación por la cuestión de la función epistémica de la enfermedad/locura, tratada por el ensayo On Being Ill de Woolf, y alterna estas «iluminaciones» con alusiones más concretas acerca del desenlace de su relación en Niza y de las posibles consecuencias fatales que podría haber tenido este acontecimiento: la espesa niebla romántica en la que se ve envuelta la poetisa, unida a frases como «la noche en que mi madre pasó miedo» y «Duermen en mi estómago cápsulas y comprimidos» nos hacen pensar en su intención de seguir los pasos del Werther de Goethe. Las oscuras golondrinas becquerianas, que vuelven pero no vuelven, están ahora «cebadas con matarratas», imagen que actualiza y acentúa violentamente el sentido de amargura de la Rima original.

La poetisa ordena detenerse al resfriado, y con él, a la vida; el poema concluye con el dilema de escoger entre la muerte y la poesía, dado que la vida de la poetisa ha concluido de forma simbólica. Con la frase que cierra «Río Ouse» se soluciona el dilema, siendo escogida la poesía y muriendo la niña para que nazca la mujer, igualmente enferma, pero enferma de un mal salvífico al fin y al cabo.

La última parte, «Musa enferma», corresponde al cultivo del tópico de la literatura como enfermedad, resumida en el verso «Mi debilidad es la fuerza del poema» («Veneno y medicamento»). La elocuencia no es para la poetisa un don sino una maldición, un malestar que le hace ver la ciudad cubierta de manchas de humedad y de paredes con agujeros.

En el poema que da título a esta tercera parte, la presencia de imágenes inequívocamente pizarnikianas (el «nombre» del «desierto», la «música humillante» como reescritura del «Infierno musical», el «pájaro», el «árbol» que recuerda al Árbol de Diana) constituye un nuevo homenaje a la que, a partir de la suicida Woolf, va a ser la Musa de la poeta ex-suicida: Alejandra Pizarnik, muerta también por su propia mano. Casi todos los poemas de esta parte son brillantísimos, y destacaré aquí algunos puntos afortunados: muy ingenioso es el desdoblamiento de la voz lírica en yo, pupila-del-yo y bolsa-de-plástico-que-contempla-la-pupila-del-yo («Pupilas»), así como la gradación negativa rematada con una antítesis que constituye el poema «Quince años».

El poema «Árbol seco, vómito y cerilla», en el que Estíbaliz Espinosa observa la huella de García Lorca, me recuerda mucho, personalmente, a Jaime Gil de Biedma y sus juegos de transformación de los deícticos en los que el «tú» lírico no hace referencia a un lector implícito, sino al propio emisor: la «fea, sucia, tonta» a la que se refiere la poetisa no es sino ella misma. El malestar de la voz lírica se hace patente en «Tentativa de celos», donde confiesa vivir en un «abismo sin profundidad» al decir de Tsvietáieva, un absurdo mundo de superficialidad donde no existe la comunicación sino el prejuicio y donde, por suerte, queda la literatura para cumplir una función catártica, aunque ésta no sea atendida ni comprendida por el entorno de la poetisa.

Sin embargo, la mortecina melancolía que nos ha acompañado a lo largo de todo el poemario se trueca por la luz de la esperanza cuando Luna Miguel, curada de desamor y sintiéndose no ya enferma de literatura sino redimida por ésta, desafía al pesimismo del poema «Hastío» de Carmen Jodra en una especie de dezir de recuesta del siglo XXI donde manifiesta un notable entusiasmo y sostiene la tesis de la literatura como redención en tanto que garante de la vitae fama, la salvación y vida eterna del hombre gracias a la trascendencia de su obra artística: «¿quién elevará tu palabra al Universo?».

Compuesto en brevísimos versos, Estar enfermo podría parecer más un cuaderno de apuntes y bosquejos que un poemario acabado y perfecto. Sería, por otra parte, de una imperdonable ingenuidad pedirle a una niña de entre quince y dieciocho años que llevase a cabo tal empresa. Y así es como quiero ver y defiendo ante el público lector este libro: como un poemario excelentemente estructurado y repleto de valiosísimas imágenes que dan fe de la vastísima formación literaria de la precocísima autora, engastadas en lo que, quien no lo quiera ver como magistrales textos, deberá ver al menos como promesas de una maestría futura. Parafraseando a la propia Luna Miguel, lo que ustedes van a leer no son poemas, sino más bien, semillas.

(Publicado originalmente en Sevilla Actualidad, 28 de marzo de 2010.
Rescatado aquí por cortesía del autor).

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