Una aventura poética singular. Surrealismo canario

Por Isabel Castells, Profesora Titular de la Universidad de La Laguna

Cueva de guanches, por Óscar Domínguez. Tenerife, Islas Canarias. 1935.

Óleo Cueva de guanches, por Óscar Domínguez.

La República española, casi recién estrenada, ya en peligro. La Guerra Civil en ciernes.

En la pequeña isla, un grupo de poetas. Y como guía, un pintor afincado en París: Óscar Domínguez.

Domínguez invita a André Breton, Benjamin Péret y Jacqueline Lamba a visitar la isla. El movimiento surrealista parisino está en su apogeo.

Cargados de sueños, poemas y proyectos revolucionarios, desembarcan en la que Breton denominó «la isla surrealista por excelencia». Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, Domingo López Torres y Emeterio Gutiérrez Albelo, los poetas, los esperaban ansiosos.

La estancia de los surrealistas en la isla fue una bomba bien cargada: escándalos, panfletos airados de los ultracatólicos, un Manifiesto y, sobre todo, mucha poesía.

La visita acabó. Los poetas franceses tuvieron que continuar su tarea surrealista en el exilio, a causa de la Segunda Guerra Mundial. Los poetas canarios no corrieron mejor suerte: Domingo López Torres fue arrojado al mar después de haber sido metido en un saco de patatas por los fascistas, Pedro García Cabrera tuvo que exiliarse y Agustín Espinosa y Emeterio Gutiérrez Albelo dieron un giro radical a su trayectoria, sutilmente presionados por la represión franquista.

Pero los poemas que escribieron entre 1934 y 1936, al calor de la libertad surrealista, siguen intactos. Aquí están.

Recuperemos por unos instantes esa libertad, silenciando por un momento la voz atronadora del olvido y la injusticia.

1. Agustín Espinosa, Crimen (1934), ed. de Miguel Pérez Corrales, Santa Cruz de Tenerife, Interinsular Canaria, 1987.

Estaba casado con una mujer lo arbitrariamente hermosa para que, a pesar de su juventud insultante, fuera superior a su juventud su hermosura. Ella se masturbaba cotidianamente sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro.

Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía -y hasta se vomitaba- sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante.
Ese hombre no era otro que yo mismo.

Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza y juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio feliz sobre un caso, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista parece.

Ella creía que toda su vida iba a ser ya un ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse, orinarse y descomerse sobre mí, inacabables. Pero una noche la arrojé por el balcón de nuestra alcoba al paso de un tren, y me pasé hasta el alba llorando entre el cortejo elemental de los vecinos, aquel suicidio inexplicable e inexplicado.

[…]

Luego sólo he tenido -y he realizado- el capricho de reunir en mi casa, una noche, a mis buenos amigos en el anonimato. A mis desconocidos camaradas en el crimen impune: un cable eléctrico, un jazminero, una hoja Gillette, una cuna, un pene de 63 años, etc.

Frente a todos los crímenes anónimos de mis criminales huéspedes de una noche, ha permanecido mi crimen en su sitio propio de sensacional, único y gran asesinato pasional. De crimen tipo. De crimen de novela más que de crimen ocurrido.

Sobre él y sobre mis lectores caigan desde hoy mis futuras maldiciones y persecuciones, la miseria actual y las pústulas pretéritas de mi cuerpo senectuoso de narrador emocionado del asesinato propio y de los crímenes ajenos.

Yo ya sólo vivo para un estuche de terciopelo blanco donde guardo dos ojos azules, encontrados por el guardagujas la menstrua alba de mi crimen, entre los últimos escombros sanguinolentos de la vía.

2. Emeterio Gutiérrez Albelo, Enigma del invitado (1936). (En Emeterio Gutiérrez Albelo, Poesía surrealista (1931-1936), edición de Isabel Castells, Tenerife, Idea, colección sur-real, 2007.

1

Me arrastran
y me sientan
a comer
en una larga mesa.
Me ordenan
que adopte
posiciones forzadas,
inútiles,
molestas.
Que escancie sin repulsas,
en empolvadas calaveras,
largos sorbos
de absenta.
Que utilice mil veces
la almidonada servilleta.
Que trague,
sin romperla,
una lunar
oblea.
Que trinche sin dolor
un sexo de doncella.
Que parta con cautela
un pastelón de tierra,
en ya no sé cuántas fronteras.
(Y que reprima sordamente
estas ansias tremendas
de tirar el mantel
y derramar toda la cena.)

6

Tenía por cabeza
un reloj
de iluminada esfera.
Y yo le daba vueltas,
y vueltas y más vueltas.
Con tal hambre
de estrellas
que, de pronto,
se me rompió la cuerda.
Disparada hacia arriba.
Con crispación y trote
de cometa,
y, entre constelaciones destrozadas
de tornillos y ruedas.

(Al clarear, un coro
de grises barrenderas
amontonaban miles de minutos
con sus escobas viejas.)

20

Después de toda aquella
fantástica
odisea
-entre hospitales y prostíbulos,
cárceles y tabernas-,
pude llegar, sorbiéndome
de un tranco, la escalera,
hasta la misma entrada
de la mansión espléndida.
En donde un raro monstruo
con traje de sorpresas,
me exigió
la tarjeta.
Que yo había perdido
[en la]*
refriega.
Y que, ahora
-en el mar-
desinflaba sus velas.

23

-Sí, yo os amo,
por eso:
por tristes,
por hambrientos,
porque sabéis morder…-
Al terminar mi brindis,
aplaudieron
con entusiasmo
aquellos
doce canes
famélicos
del cenáculo
incierto.
Aunque no se sabía
quiénes eran -yo y ellos-
anfitrión e invitados
de aquel acto postrero.
Ni, tampoco, el traidor.
Ni, siquiera, el maestro.

Yo, el impar
y agorero
comensal, los miraba
fijamente, en silencio.
Todo fue hasta allí bien,
ordenado, severo.
Mas, ante el espumoso
taponeo
se inició
el desconcierto.
Y, como
obedeciendo
a algún signo
secreto,
la docena
de perros
se abalanzó, rabiosa,
sobre mí, y, al momento
-destrozando mi traje
de charoles perfectos-,
descarnan, en un puro
garabato de huesos.
Yo lo miraba todo
ausente, desde el techo.
Pero al amanecer
-mucho antes que en la crónica oficial de sucesos-,
me vi multiplicado
en todas las esquinas de aquel barrio sin sueño.

3. Domingo López Torres, Lo imprevisto, en Obras completas, ed. de Andrés Sánchez Robayna y C. B. Morris, Santa Cruz de Tenerife, ed. Cabildo Insular, 1992.

Los retretes (3 de la mañana)
Violadas espirales de la prisa
de continuo correr, ruidos internos
por los ocultos cauces sin fronteras
-laberinto sin dónde, afán sin freno-.
Rompen el sueño, la risa, los colores,
la dolorosa acelerada espera
pródiga en la promesa, el ala, el premio:
verse ascender, ligero, en pleno vuelo,
hacia un cielo, otro cielo, y otro cielo.
Mientras la oscura cloaca de desdenes
insuficiente para tanta ofrenda
salta sobre la geometría de los bordes
inventando rizados carruseles.
La brisa azul de las primeras horas
rendida abiertamente a su destino
abre obstinadamente estrechas calles
en la espesa ciudad de los olores,
poniendo una aureola al desahogo.
No hubo consigna audaz que contuviera
a los don pedros de los tres salones
saltando en frenesí por corredores,
empinadas trincheras de prejuicios.
Los traicioneros vientos,firmes flechas,
se quiebran ante el toro acorazado
del quererse volcar, romper la brecha
de altas severas órdenes cuadradas
y suplicantes, encendidos ruegos.

4. Pedro García CabreraDársena con despertadores, en Obras Completas, ed. de Nilo Palenzuela y Rafael Fernández Hernández, Santa Cruz de Tenerife, ed. Consejería de Educación, 1987.

«Habla nueva edición de corales lentos»

Bien sé que muy pronto
iré a recorrer la montaña de los sepulcros.
Si se encuentra en la isla del tesoro
llevaré el guía de un topacio»
[…]
Pero si estuviese bajo un océano,
donde no aullasen los caleidoscopios,
Llevaría a las torres de la mano en el pecho
siempre que un gallo próximo me cediese
su garganta, en donde descansar
mis rojos pies enredados en bastos.
Mi anhelo sería dormirme allí
Acariciando la frente pensativa de una concha.
[…]
Nunca oye la mar esa cara de ¨déjame entrar¨
de los pescadores que se acercan a mí.
Nunca tampoco mi grito
de «déjame salir» a la aventura de las playas.
Es entonces
cuando una boca sangra por mis raíces
y, a su conjuro,
un arcoiris se transforma en arpa
y la tristeza más amarga de las tristezas
se retrasa en las manecillas
de una medusa virgen que me llama.
Nada de esto impide, sin embargo, que ostente
el campeonato de natación
en los mares del beso calcinado.

Isabel Castells es Profesora Titular de la Universidad de La Laguna. Profunda conocedora del surrealismo, ha publicado monografías como Un felicísimo encuentro. Poesía, amor y libertad en la obra de Eugenio F. Granell, Fundación Granell, Santiago de Compostela, 2000; Un chaleco de fantasía. La poesía (1930-1936) de Emeterio Gutiérrez Albelo, Ed. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1993; y la edición de Remedios Varo, Cartas, sueños y otros textos, México, Era, 1994. Su quijotismo quedó certificado con su imprescindible tesis doctoral sobre Cervantes y la novela española contemporánea y sigue reavivándose cada día con su generoso y poético paso por el orbe.

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