EL SILBIDO DEL VERANO
I
Primera impresión: una extensa llanura amarillenta y cuadriculada donde a intervalos regulares despuntaban los tejados claros de una granja, la madera oscura y combada de un granero. De vez en cuando, hangares y naves industriales, fachadas de ladrillo rojo, un tendido eléctrico, la densidad doméstica y jerarquizada de un pueblo. Apenas se veía movimiento. Recuerdo coches y furgonetas sobre la retícula de carreteras y pistas de tierra y el lento avance de una cosechadora. ¿O era un tractor? El detalle se me escapa, guardo tan sólo la memoria de un paisaje limpio y espaciado, de ángulos rectos y dimensiones reiteradas. Un paisaje redimido de su origen natural por el profundo afán ordenador de sus habitantes, que habían logrado convertir la inmensidad del medio Oeste en una abstracción de Mondrian, de igual modo que sus antepasados habían ganado tierras al mar del norte. Entonces no habría podido establecer el vínculo. Lo hago ahora, intrigado por la semejanza evidente entre la geometría de la costa holandesa y la de unas tierras colonizadas en gran parte por emigrantes flamencos y escandinavos. Se trataba, en ambos casos, de hacer habitable lo inhóspito, lo salvaje. Como el mar, el interior norteamericano era un infinito inconcebible: sólo el orden y la compartimentación rígida podían reducir el paisaje a una escala humana, comprensible.
Del viaje en tres etapas entre Nueva York y Des Moines sólo recuerdo el último tramo, entre Kansas City y la capital de Iowa. Sé que tomé el avión en Laguardia y que realicé una primera escala en St. Louis, pero esta parte del trayecto (nada breve, por cierto) se ha disuelto por completo ante la fuerza de las imágenes posteriores. El avión que me llevó hasta Des Moines era un aparato pequeño, casi familiar, y volaba muy bajo, arrojando una sombra mínima y vacilante sobre el amarillo tostado de los maizales. Acostumbrado a las alturas de los vuelos europeos, el efecto me desconcertó. La pequeñez del avión y la escasa duración del vuelo (algo más de cuarenta y cinco minutos) eran el remate de un progresivo adelgazamiento del viaje que había empezado una semana antes en Madrid y que culminaría, al menos provisionalmente, en una antigua granja reconvertida en las afueras de Grinnell, a hora y media de la capital. Me recuerdo, sobre todo, con los ojos asomados a la ventanilla, tratando de convertir a términos familiares la limpieza ajardinada del paisaje, su simplicidad de ilustración infantil. Y nervioso, por supuesto. En apenas unos minutos debía enfrentarme a los rostros y los gestos con los que habría de convivir durante un año, si no había problemas y todo salía bien. Y yo iba dispuesto a que todo saliera bien.
Nunca he sabido por qué acabé en Iowa. Sospecho que fue Iowa como pudo haber sido Illinois o Indiana, o cualquiera de los estados de ese medio Oeste cuyos límites y divisiones estudié obsesivamente sobre el mapa y que luego contuvo múltiples viajes que la monotonía del paisaje ha engarzado en una sola cadena. Alguien del comité de selección descubrió tal vez que el lugar de mi futura estancia me importaba poco: lo que me importaba era la estancia en sí, huir de mi familia durante un año, olvidarme provisionalmente de Gijón y de mis padres o al menos alojarlos en el fondo de mi mente, donde estorbaran menos. Aunque entonces ni yo mismo me diera cuenta de aquello, como tampoco me daba entera cuenta (o quería aceptar con todas sus consecuencias, pero ya iré a eso más tarde) que la huida la costeaban los mismos padres que en parte, y a su pesar, la motivaban. Recuerdo que la noticia de mi destino me decepcionó un poco: yo esperaba la costa este, Nueva Inglaterra, el norte que había visitado brevemente un año antes. El nombre del estado, con sus resonancias indias, era sugestivo, pero una rápida consulta al atlas me arrojó en pleno centro del continente: un rectángulo irregular a miles de kilómetros de la costa más cercana. Un consuelo: Chicago parecía cercana, lo mismo que Minneapolis. Me tranquilizó hallar en el mapa el nombre de Grinnell, como si su presencia fuera un seguro o un ancla contra la irrealidad de un futuro incorpóreo. Pasada esa primera decepción, no tardé en aceptar lo que se me ofrecía. Los informes sobre la familia eran alentadores y mi impaciencia era mayor que mi incertidumbre. Quería marchar, tan sólo importaba la fecha de partida, la promesa de un año entre desconocidos, la levedad de quien carece de pasado.
Entre los muchos papeles que recibí en los meses previos al viaje había una foto de mi familia «adoptiva», según la terminología sentimental tan del gusto de los responsables del programa: un hombre alto y atlético, con un bigote poblado y una sonrisa franca, una mujer de facciones severas pero bondadosas, y delante de ellos, con la cabeza ligeramente abatida (signo de timidez), un adolescente de rostro ovalado, muy rubio, con el pelo lacio y abundante. Eran los Moffett, Sandy, Betty y Ruben. El apellido era sonoro y provocó de inmediato el chiste fácil, pero la fotografía me intrigaba: detrás de las tres figuras se vislumbraba una cerca de madera y al fondo los tallos rígidos y cortantes del maíz. Era verano y el sol daba de lleno en sus rostros, obligándoles a entrecerrar los ojos. La sombra líquida de un sauce oscurecía un lado de la foto y hacía más vivo el contraste con la luminosidad del sol estival. Era evidente que vivían en el campo –“en una granja reconvertida”, aclaraba Betty Moffett por escrito y con el estilo cordial y calmoso que pronto tendría ocasión de observar en su persona– y que disfrutaban de él: se les veía morenos, ligeros de ropa y de preocupaciones aparentes. La imagen, veraniega, hacía más real mi presencia allí: yo llegaría a finales de julio, en el momento más caluroso del año. Tenía tres o cuatro semanas para hacerme al sitio: luego, casi sin respiro, empezarían las clases. La foto no era la única prueba, pero sí la más palpable, de que aquello fuera a suceder: no me costó imaginarme en ese decorado, que por lo demás era una porción mínima y apenas entrevista de la realidad.
Sentado junto a la ventanilla del avión, empecé a dudar de mi imaginación: la cercanía del paisaje cerraba el abanico de posibilidades sugerido por la foto. Experimenté entonces un aviso de lo que luego, en la terminal de llegada, con el gesto inseguro, se me reveló plenamente: la extraña solidez de lo real, la insistencia de lo que existe y cancela, en su presencia, cualquier intento de distorsión imaginativa. Todo el edificio construido por mi sentido de la anticipación se derrumbó de inmediato. Hubo un reconocimiento, apretones de manos, tibios abrazos, la rápida carrera hacia un aparcamiento donde nos esperaba una furgoneta color café. No sé de qué hablamos ni cuáles fueron mis impresiones durante el trayecto por autopista hasta Grinnell. Recuerdo, eso sí, la sorprendente inmediatez de ciertos rasgos, el bigote de Sandy, la escueta sonrisa de Betty, la impresión de cordialidad y calidez en las voces y los movimientos. Todo se disipa entonces, como si las imágenes cobraran relieve en el momento del encuentro (un relieve deformante, caricaturesco) antes de pasar a fundido. Este fundido es en realidad la blancura del exceso, la imposibilidad de dar cuenta de todo lo que sucedió, de atrapar el puro presente de lo que somos a cada instante. Han pasado casi veinte años desde entonces, y no es difícil ser fiel a los huecos y las lagunas de la memoria: lo difícil es hilar palabras con esos vacíos y no sé si la mera confesión de su existencia es un buen comienzo.
II
Asocio el verano de Grinnell al olor de la hierba cortada. Era el olor de los cientos de extensiones de césped que se alineaban entre el asfalto y los porches de las casas y que de vez en cuando uno veía recorridas por las cortadoras eléctricas, las mismas que empujaría un año después para ganarme unos dólares suplementarios. Era un olor entreverado con otros que lo matizaban y daban cuerpo: el del asfalto candente, por ejemplo, o el del agua de los aspersores, que al funcionar parecían una réplica en miniatura de los abundantes sauces que ensombrecían la entrada a los garajes. El pueblo entero se convertía en un parque frondoso y atravesado por rumores perezosos y casi inaudibles, como venidos de lejos. Era, tal vez, el siseo o silbido que Joni Mitchell desvela en el título de uno de sus discos más hermosos, The Hissing of Summer Lawns, que descubrí aquel verano en el salón de los Moffett y cuyos aires vagamente jazzísticos han venido a ser la música de fondo de estas imágenes, envueltas por el calor y un sentimiento casi palpable de libertad y plenitud sensual. Durante tres meses el pueblo cumplía un letargo que sólo empezaba a sacudirse a finales de agosto, cuando el instituto abría sus puertas y los campos de deporte se llenaban de los primeros gritos y carreras de los entrenamientos. El ambiente invitaba al reposo y la despreocupación, la misma que abría y cerraba sin llave las puertas de madera de los porches y dejaba las ventanas del salón entreabiertas en ausencia de sus dueños. Sin duda, una buena parte del pueblo trabajaba en sus ocupaciones habituales, pero la propia idea de trabajo parecía desterrada de aquel paraíso suburbano donde de vez en cuando se oía el timbre de una bicicleta infantil, como un chasquido de aviso sobre el fondo de selva adormecida de las calles. Por suerte, yo acababa de llegar y sólo se me pedía que estuviera atento, que mirara y sonriera y respondiera lo mejor posible a la hospitalidad de mis anfitriones. Creo que cumplí bien con mi papel, incluso cuando las conversaciones se referían a mí como si yo no estuviera presente o no pudiera comprender lo que se decía. Mi optimismo y mi entusiasmo adolescente hicieron el resto. Hubo un par de recepciones algo rígidas y las visitas obligadas al pueblo para resolver unos pocos papeleos, pero viví esas primeras semanas muy desde la superficie, todavía como un visitante o un invitado fugaz, por lo que sospecho que mi remembranza incorpora elementos posteriores, de mi segundo verano, cuando la familiaridad, más allá de la escenografía, otorgó al paisaje un relieve biográfico.
Han quedado, eso sí, fotogramas sueltos, como emblemas de ciertos instantes difusos: con Sandy en una feria agrícola, saludando a rostros con gorras de béisbol y sonrisa campechana, con Betty en la biblioteca pública, revisando por curiosidad las traducciones americanas de mis autores favoritos (recuerdo, en particular, alguna edición casi fanzinesca del último Italo Calvino), con Ruben a la salida del cine local, caminando con paso cansino hacia la furgoneta de sus padres. La imagen tal vez más insistente es la que me figura corriendo sudoroso por el asfalto humeante, una silueta aniñada entre la mayor corpulencia de mis compañeros de fatigas. Alguien, supongo que Sandy, me había sugerido apuntarme al equipo de cross-country del instituto como un buen medio para relacionarme antes del comienzo de las clases: había hecho atletismo en Gijón y supongo que di un relato bastante exagerado de mis capacidades. Los entrenamientos empezaron a mediados del mes de agosto y se prolongaron casi hasta finales de año, después de una larga y –al menos en mi caso– poco lucida temporada. Pronto se vio que yo era un corredor mediocre y que sólo con suerte podría hacer un buen papel, pero las primeras semanas fueron amenas. Nunca me había entrenado con tanto calor, pero los recorridos, muy amplios y enrevesados, me permitieron hacerme una idea bastante precisa del pueblo y sus alrededores. Hay un verso en uno de los primeros poemas de Robert Bly («la riqueza no es más que la falta de gente») que no puedo dejar de relacionar con mis impresiones de corredor de fondo por las calles de Grinnell. El verano se podía casi palpar, pero en las aceras no se veía un alma, como tampoco se vislumbraba movimiento tras los visillos y las ventanas abiertas: los únicos signos de vida eran el hocico levantado de los coches en los driveways y el rugido remoto de las cortadoras. Evoco tardes detenidas, hinchadas sobre sí, como una burbuja de aire pesado sobre la densidad negra del asfalto: un aire seco y áspero, una lengua de fuego que se enredaba en las piernas y pesaba en el pecho, ahogando la carrera. La cadena de imágenes viene asociada a los momentos de mayor agobio, cuando el compacto grupo inicial se había convertido en un reguero de corredores sin aliento y yo no estaba obligado a participar de la conversación o responder a las –por fortuna– escasas preguntas que mi presencia suscitaba. La memoria se ha olvidado del cansancio y devuelve, casi intacto, el escenario igual y sucesivo de estas carreras extenuantes. Es sintomático pensar que en pleno esfuerzo no se me fueran las ganas de contemplar mis alrededores; debo suponer que la curiosidad era mayor que el cansancio, que no había remitido aún la mirada alerta de los primeros días.
III
Grinnell era, y supongo que sigue siendo, un pueblo de conformación singular en el contexto erigido por sus vecinos. Se trata, en realidad, de dos pueblos muy distintos que han de convivir con fluidez en un espacio reducido. No puedo decir que yo advirtiera de mano las tensiones generadas por esta convivencia: sólo bien entrado el curso empecé a vislumbrar fallas, grietas ocasionales que hablaban de ámbitos separados, aunque estas grietas no dejaran de ser mínimas, leves disonancias en el dibujo total. Uno de estos dos ámbitos era el típico pueblo del medio Oeste: un pueblo de granjeros, de graneros y cultivos de maíz, con sus diner’s y sus bares de camioneros, sus petos tejanos y sus cuellos enrojecidos (los famosos rednecks) por el trabajo al aire libre; gente sencilla y tradicional, como quiere el tópico, aunque no tan sencilla si uno reparaba un poco en el juego de contradicciones que regía su existencia. El otro pueblo, entrelazado con el primero, era y es una pequeña ciudad universitaria con centro en Grinnell College, una institución centenaria de gran prestigio y alumnado selecto. Esta segunda cabeza de Grinnell, negativo perfecto de la primera, ocultaba orgullosa su singularidad: un mundo de profesores y artistas, un reducto de progresismo y vanguardia intelectual en pleno centro de Iowa. Era también un mundo ambiguo, que combinaba su indudable elitismo con un largo historial de contestación política que arrancaba, tal vez, de las simpatías abolicionistas de sus fundadores. Esta ambigüedad, característica del mundo universitario norteamericano, era en aquel entonces el único punto de conflicto en las relaciones entre los dos ámbitos del pueblo: el presunto izquierdismo, más teórico que práctico, de la mayor parte de profesores y estudiantes del college, levantaba ampollas en una sociedad de granjeros conservadores y temerosos de Dios. Por lo demás, la costumbre y una larga historia compartida atemperaban la desconfianza: como líquidos de distinta densidad, ambos espacios fluían sin mezclarse, con segura naturalidad. Yo así lo percibía, al menos, aunque es cierto que mi red de relaciones caía más del lado del college, que llegué a conocer bastante bien.
Los terrenos del college arrancaban en las inmediaciones del centro y se abrían hacia el sudeste en un profundo abanico de edificios, parques y campos de juego. El campus era una imitación convincente del estilo de la ivy league: edificios de piedra y ladrillo rojo envueltos por amplias extensiones de césped y entre los cuales despuntaban construcciones más recientes, remedos del estilo informalista que tanta fortuna tuvo en el mundo anglosajón durante la posguerra. El resultado era armónico pero incongruente: un parque inglés rodeado por maizales, edificios de inspiración victoriana a dos pasos de las granjas y los graneros de madera que salpicaban las afueras del pueblo. Debiera acaso escribir en presente pues algunas visitas recientes en Internet me hacen pensar que poco ha cambiado en Grinnell y su campus, cuyo centro emerge a la memoria como una inmensa planicie de césped que hacía las veces de plaza pública y en la que confluían, sin atravesarla, la casi totalidad de los caminos que surcaban el college. Recuerdo haberla cruzado el día de mi llegada y haberme sorprendido ante su quietud y su aspecto desértico: eran las seis de la tarde, el sol pegaba fuerte aún, y sin embargo nada se movía, ni siquiera los arces y sauces solitarios que punteaban el horizonte. La sorpresa era mayor si se pensaba en la falta de vallas o de vigilancia que pudiera impedir al paseante tumbarse sobre la hierba o jugar a la pelota. Parecía que el pueblo hubiera asumido de manera tácita su falta de derechos sobre los terrenos del college, de uso exclusivo para unos estudiantes que por lo demás todavía no habían regresado de sus vacaciones.
Visitas posteriores matizaron esa primera impresión de vacío, aunque siempre experimenté una sensación de furtivismo inquietante cuando –cosa frecuente– atravesaba el campus para ganar tiempo. El college se interponía habitualmente en mi constante ir y venir por el pueblo y vadearlo era poco menos que una estupidez. Lo más frecuente era no cruzarse con nadie: pronto descubrí (descubrimiento trivial, si se quiere, pero de cierta importancia práctica) que el norteamericano rinde culto a su coche y lo utiliza para los trayectos más nimios. Desplazarse a pie era y es una excentricidad, aunque sólo haya que salvar dos manzanas. En mis primeros paseos por el pueblo me intrigó no tener compañía; los únicos signos de vida eran los visillos que se desplazaban tras las ventanas, dejando entrever una mirada de sospecha ante aquel extraño que estudiaba con ojos curiosos las fachadas y los jardines. En mi caso se trataba de una excentricidad obligada, pues las condiciones de mi estancia me prohibían de forma terminante conducir. Lo que al principió me pareció una imposición sin importancia se me reveló enseguida como un impedimento grave: sin coche no era nadie, dependía de los demás para cualquier desplazamiento, me veía tratado como un inválido. Pero esa es otra historia. Lo que recuerdo ahora al cruzar el campus, como al cruzar el pueblo, es la falta de gente, la sensación de quietud extrema. Supongo, debo suponer, que esta impresión tiene más que ver con mis propios deseos que con la realidad, pues sin duda lo frecuenté más intensamente en las épocas de actividad académica, cuando los estudiantes tomaban posesión de su mitad del pueblo. Otros recuerdos me figuran con unos pocos amigos (Jeremy Duke y Steve Dorrell, sobre todo), de noche, buscando un rincón apartado para nuestros experimentos alucinógenos: era lo más adecuado, visto el riesgo de conducir fumado y la relativa impunidad que ofrecían ciertos lugares del campus, como las cercanías del estanque o el campo de fútbol, donde la policía apenas se aventuraba. Pero eso pertenece, como todo lo que regresa más nítidamente de aquel tiempo, a los últimos meses de mi estancia, al final de la primavera o el comienzo del segundo verano. […]
Del libro inédito El silbido del verano (en preparación)
Jordi Doce tiene la finura norteña del poeta nacido en Gijón (1967) que ha vivido desde dentro la cultura anglosajona. En una época fundamental de su formación fue lector en Sheffield (Inglaterra), en cuya universidad se doctoró en Letras con una tesis sobre la presencia del romanticismo inglés en la poesía española contemporánea.
Lector también en la Universidad de Oxford (1997-2000), no es extraño que sea uno de los más apreciados traductores del momento. Ha traducido la poesía de Paul Auster, William Blake, T.S.Eliot, Ted Hughes, Charles Simic, Peter Redgrove, Charles Tomlinson…
Como poeta es autor de La anatomía del miedo (Premio Antonio González de Lama; León, 1994), Diálogo en la sombra (Deva, Gijón, 1997), Lección de permanencia (Pre-Textos, Valencia, 2000), Otras lunas (Premio Ciudad de Burgos; DVD, Barcelona, 2002), Gran angular (DVD, Barcelona, 2005).
Su labor como editor y crítico es también destacada. Además de colaborar en numerosas publicaciones, coordinó junto con Andrés Sánchez Robayna el libro Poesía hispánica contemporánea (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, 2005), que recoge las intervenciones de relevantes poetas y críticos en un curso de verano realizado en 2003 en El Escorial.
Es autor de los siguientes volúmenes de prosa: Bestiario del nómada (2001), Hormigas blancas (2005), Imán y desafío. Presencia del romanticismo inglés en la poesía española contemporánea (2005), Curvas de nivel (2006).
La gestión cultural y la docencia de escritura creativa son actividades fundamentales de Doce. Sostiene dos blogs imprescindibles para conocer sus creaciones:
http://jordidoce.blogspot.com/
http://lecciondepermanencia.blogspot.com/
En 2009 ha iniciado una revista digital también en formato blog junto con José María Castrillón: http://lasrazonesdelaviador.blogspot.com/
Ha tenido la generosidad de regalarnos para La sombra 12 (de Doce a 12) este arranque de un libro inédito que recuerda su estancia en Estados Unidos allá por 1985-1986.