Ainoha León Luque

ÓDIAME

Ilustración original de Adrián del Saz

Ilustración original de Adrián del Saz

Creo que me he vuelto loco o que estoy en las últimas: estoy escribiendo una carta a una persona que no está y, que es más, si estuviera no querría abrirla. Hace unos meses escribirte hubiera sido un insulto, pero si lo hago es porque de verdad lo necesito. Lo necesito tanto… fíjate, que estoy utilizando tu arma favorita -la buena literatura- para combatir mis sentimientos de culpa, pues hubiera sido más de mi estilo que te hubiera dedicado una canción estridente con un montón de tacos, o que le pusiera tu nombre a una nueva droga que acabara de descubrir.

Lo sé, sé que si estuvieras aquí me odiarías. Es cierto que fui yo quien causó todos tus males y no al contrario, pues en mi amarga adolescencia, si tu decías blanco, era negro. A pesar de todo, y hasta el último momento, me llamabas «Príncipe», y eso que yo te intentaba quitar ese ideal equívoco de mi, pues yo nunca seré tan listo, guapo y educado, a pesar de que me mires con tus odiosas dioptrías de amor.

Aún recuerdo el olor de ese pueblo a donde nos mudamos. Un lugar demasiado limpio y puro para mi desfachatez y mi mirada oscura. Era el sitio perfecto para una escritora que necesitaba tranquilidad e inspiración, el lugar perfecto para domar mis ímpetus de rebelde-sin-causa. Admito que a veces te espiaba mientras transcribías a vuelapluma los manuscritos de tus novelas, y una mezcla de cariño y aversión se me enroscaba en la tripa.

Formábamos un triángulo, un curioso equilibrio en el que tú luchabas por no caer y yo disfrutaba moviendo la cuerda, deseando que cayeras. Me encantaba esconderte las cosas y recriminarte tu estupidez, si estaba aquí, decías, y yo me reía de ti. Recuerdo también la vez que me leíste unos versos, ahora se que eran preciosos, pero ¿como iba a saber yo aquello?, mi sonrisa burlona fue un insulto demasiado cruel para tus poetas muertos y nunca más volviste a recitarme nada hermoso. Pero, no te preocupes, no voy a morir sin que me odies otra vez más.

Ha pasado mucho tiempo desde tu muerte, ¿Cinco años? ¿Diez? El tiempo ha dejado de importar a mis pies fugitivos, a mis ojos vagabundos. Cuando me fui aquella noche, con mi guitarra, la cazadora de cuero y tu cartera, lo hice porque sabía que te dolería más de lo imaginable. Te dejé, recuerdo, un folio en blanco y la estilográfica que me regalaste en la encimera de la cocina, para que supieras que si no me había despedido fue porque no quise. Y todo sucedió muy rápido: Rock&Roll, chicas guapas y cuerpos musculosos. Lo teníamos todo y lo sabíamos.

En los estadios a reventar la gente gritaba nuestros nombres y las adolescentes nos arrojaban sus números de teléfono serigrafiados en los sujetadores, una deliciosa lluvia de seda perfumada que atesorábamos como una colección de mariposas. Veinticuatro horas para emborracharte con champán y cerveza; veinticuatro horas para saltar sobre la cama de un hotel hasta que te dolían las piernas; veinticuatro horas para esconder a todas las muchachas de la ciudad bajo los edredones; veinticuatro horas para enloquecer con la música a todo volumen; veinticuatro horas para vivir la vida en un día… pero a veces me acordaba de ti. En los momentos más insospechados y más inoportunos. Antes de los conciertos, escuchaba tu voz en el eco de mi guitarra, y me negaba a salir. El público se enfurecía por la tardanza y acababan arrastrándome al escenario a puñetazo sucio. Esa noche el concierto salía redondo… y me emborrachaba aún más.

Al cabo de tres años el grupo se fue a pique. Las drogas y la soledad tomaron la rienda de mi vida y acabaron conmigo. Me resulta gracioso ser el rey Midas del rencor, pues todo lo que toco se convierte en orines. Por eso me fui de todas partes, desde entonces he dado tantas vueltas al mundo que estoy mareado de dormir al amanecer y hacer el amor a mediodía. He aprendido tantas cosas que ahora conozco el valor de la ignorancia. Tú tenías razón en todo y yo me equivocaba en el resto. Tengo treinta anos y estoy solo y medio muerto, sólo me queda tu odio. Sigo siendo el mismo adolescente sin autoestima, o peor, soy un viejo sin autoestima que perdió el único sueño por el que merecía la pena luchar. Siempre me he odiado y ahora me aferro a ti.

Tengo cáncer de hígado, mamá. Sabía que estaba podrido por dentro pero no imaginaba que tan pronto. Deberías verme, te echarías a reír, la agresiva quimioterapia me ha despiojado hasta el último pelo, soy igual que una canica de vidrio, y de mi incontinencia urinaria mejor no hablamos. Sí, deberías venir y señalarme con el dedo como a un monstruo de feria. Pero no te preocupes, que por mucho que me odies no me vas a matar.

Nunca he pedido perdón a nadie. Si me pusiera ahora a pedírselo a todas las personas a las que debería tendría que besar muchos culos y derramar demasiadas lágrimas de cocodrilo.

Pero contigo es diferente. No me cuesta llagarme la boca y pedirte perdón mil veces Porque quiero volver a besarte. Quiero pasear juntos. Quiero leer tus novelas y sentirme orgulloso de ti, mamá. Quiero abrazarte y derramar las lágrimas que me tragué por ser hombre. Quiero oler tus cabellos… pero ya no puedo, y si pudiera no querrías porque tú me odias. Los enfermeros ya terminaron de prepararme. Me han dedicado las mismas palabras de aliento que se repiten como un bocadillo de ajo, paciente tras paciente. Mañana será la operación. No sabes con qué anhelo desearía verte al abrir los párpados. Pero, se que no puede ser, por eso deseo morir. Para verte otra vez en ese lugar donde ser feliz consiste sólo en ser feliz. Si del amor al odio sólo hay un paso, por favor, da un saltito hacia atrás y búscame otra vez en las páginas de tu corazón. Te quiere, tu hijo.

Ainoha León Luque

Primer Premio I Concurso de Narrativa-Cuento corto AMPA IES Antonio López García.

Deja un comentario