Cuatro poetas actuales

TRES PRE-TEXTOS Y UN BARTLEBY
(Martín López-Vega, José Luis Gómez Toré, Rafael José Díaz y Eduardo Moga)

Rafael Morales Barba

Estos Gajos (2007) de Martín López-Vega (1975) pertenecen a los libros de poemas explícitos desde el yo. Bakhtine, tan sabio en la novela como lúcido (y ajeno) a la poesía, negó la posibilidad del alter ego en lírica, a pesar de tantos otros yo como ha habido entre Robert Browning y Antonio Machado, pasando por el agujero hacia el fondo, sin otros, sin nadie, de Fernando Pessoa, sabedor de los límites del fictus, y sólo de una perspectiva impostada desde la heteroglosia, ficción de lo vivido en diferentes voces, que puede ser real frente al heterónimo.

Y tenía razón para quien habla de cuantos vienen con el corazón abierto sin anestesia, en la herencia del lector de Pessoa de los que ya nunca seré y quisiera montar su ficción más allá de los ya demostrados.

Seguramente este Gajos es uno de los mejores libro del 2007, aunque decaiga y se autorremita sin capacidad de saltar desde la forma, junto a algunos otros como Eros es más, de González Iglesias.

Tan introspectivo como Cesareo Verde, pero con otra atención a lo centrípeto frente a la contemplación, es el melancólico poeta en su búsqueda de la serenidad reunida con lo erótico (como el poeta de Un ángulo me basta, sin su atormentado pulso, eso sí), aunque sin dicción y elocución radicalmente clara (con marca unívoca de lo personal, aún en lo propio), desde un estar solo, sin tarea, en la triste nostalgia.

Y siempre sin cursilería, verosímil y hondo, delicado como quien sabe de la existencia de una ventana azul suspendida en el vacío ( la vida), y muy fiel a sí mismo siempre. Y con la pulsión del desaliento y lo habitual (como esas palabras que son todo o nunca son nada a la vez que la oda doméstica que tranquilizan las zapatillas de la amada, y sus ojeras domésticas, o la vida).

No han cambiado los versos de Martín Vega, pero han pulido algunos excesos narrativos de alguna que otra ocasión, hasta hacerse apetecibles y adensados, íntimos. Inmediato y apegado a su herencia, deseoso de alguna veladura aliviadora (la memoria, el amor, el pasado gozoso de la infancia) salvador, tierno y lúbrico, delicado y deambulante, su poesía panteísta, erótica, esencial en su deseo de ser canto y raíz (apegada) trae calidad sin salto.

Y desigualdad fluctuante en su búsqueda errante de melancólicas confesiones sobre los instantes de felicidad en compañía de otros, con voz fluctuante entre la precisa emoción y la inexacta reiteración que nada aporta y lastra en temas y motivos, amén de usos estróficos.

En cualquier caso una poesía realista y atractiva a veces. Sobre todo cuando sortea los abundantes declarativismos de interioridades y se expone en exceso, reiteraciones y prosemas, con algún guiño velado. Los que salva el mejor Martín López-Vega cuando ajusta y sueña el decir claro en Canción del verano del 82 o Mañana de sábado, próximos, atentos y algo más que cordiales en su falta de pretensión, pero con algún buen hacer detrás, realmente líricos.

Libro de la mediana edad, de revisión y vuelta sobre la propia trayectoria y obsesiones, cuajado de citas de lecturas como en otros poemarios, estos gajos desgajados del yo, fragmentos, son un canto para religar lo disperso y salvarse en la búsqueda de sentido en esos momentos de escepticismo y de interrogantes que sólo quieren contestar interrogantes que tengan respuesta. Ha pasado el tiempo y también Martín López-Vega se hace desolado y siente el veneno de las adelfas o de la poesía de la edad.

Ha pasado mucho tiempo ya, aunque no lo parezca, desde que el piedracelismo canario o lanzarotismo cambiara su discurso hacia una intimidad. Y seguramente lo hizo con alguno de los jóvenes discípulos de Sánchez Robayna como este Rafael José Díaz (1971), desde El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000) y Moradas del insomne (2005).

Un discípulo que tomaría otros caminos con el tiempo, pero que se nutrió bien de la tradición del tinerfeño en un primer momento, para luego quebrarla y rehumanizarla. Con todo, era aquel un neorromanticismo de lo desolado que se acogía a los lenguajes de José Ángel Valente, y sabio en su saber trocar el agonismo atroz de su talentoso descubridor para las poéticas del silencio españolas, por una mirada sensible y emergente atenta a lo amoroso.

De forma que este traductor de Philippe Jaccottet se situó pronto en un territorio de tragedia y fuerte delicadeza, como en el tremendo y triste poema La azoteaRéquiem (2001), donde describe sutil emociones que marcaban también una poética de la ensoñación a lo Alain Bosquet de le revù réel et le rèel du revé contra el piedracelismo más rígido.

Antes del eclipse (2003-2005), que publica Pre-Textos en el 2007, es un libro explícito en el asentamiento de algunas perspectivas. Y en la llegada de una mirada melancólica propia de la poesía de la edad, sabia y escéptica, que recuerda el pasado y lo interpreta desde una delicada fulguración de los lenguajes esenciales. Pero sin cosificarlos o rehabitarlos, sino haciéndolos evolucionar con talento.

Muy de su tiempo también lo está a sus prácticas versales, y así, tal y como suele ser habitual hoy en día, el poema en prosa tiene su lugar aquí, y también los escrito a manera de haikus, pero con otro tono y sentido, en la sección IV. El tono desolado o compungido pone el broche final a la percepción de cuanto venimos denominando poesía desolada.

Poesía de la edad, como la de Martín López-Vega, que rememora y quiere salvar fragmentos que nos consuelen y sanen, aun ficticiamente, del río que nos lleva. Dividido en siete partes y con algunos poemas de mayor extensión, lo unitario es la contemplación interior que a veces se refleja en la naturaleza (las golondrinas salvadoras de Claudio Rodríguez, no tanto de Mario Luzi, o algún bellísimo poema con la contemplación de la luna de por medio, entre otros), en las gentes que pasan y brillan un instante, y sobre todo en los cuerpos amados, recordados, presentes o durmientes (muy de moda desde Gerardo Diego al citado Claudio Rodríguez).

De todas formas, la pulsión amorosa está teñida de un halo melancólico de quien dice, más que canta, poco antes de las sombras. Elegía moderna sin himno, atenta a lo compungido proveniente de la rama esencial, que aquí tiene su herencia. Y es que ciertas palabras imán provenientes del esencialismo, como la luz, brillan por encima de otras. La vigilia y el sueño, la luz y la sombra forman una delicada tela de araña como fondo del sentimiento amoroso entre presencia y ausencia, recuerdo y permanencia.

Ese es el mejor Rafael José Díaz, delicado siempre y de calidad, aunque a veces tienda a escapársela algún exceso de cursilería o lo roce. U otras juegue con tópicos más o menos clichés sobre el acoso al Madrid de la guerra en Piedra de sangre, y que no tienen esa intensa fragancia de los amorosos, de los tristes (otro buen poema a la madre, como el de García Montero, ahora en prosa En el rostro de mi madre, género que domina sutilmente y con saber y solvencia).

Una poesía de hiperestesia extrema antes del eclipse, crea otra de las autopistas de su poesía junto a la pulsión amorosa, de corte homoerótico. A veces narcisista, postural y llena de maniera (lo peor, la mano izquierda acaricia indolentemente lentamente los testículos…). Esa línea, como la ya vista (cierta cursilería puntual frente a la delicada percepción de otros momentos) lastran someramente su estupendo hacer de Antes del eclipse, de sobrecogedora inquietud de la visión y del acto de escritura, o tantos otros en ese sentido de la contemplación atónita capaz también de adentrarse en el otro, como en el magnífico poema a la prostituta de Jinámar (Palmeral polvoriento…).

En cualquier caso, con este espléndido diálogo entre lo vivo y lo muerto, o lo que está a medio camino trenzado por la carne, pero atónito con la boca abierta como una gárgola, hay un decantado poemario, magnífico, que establece un lacrimógeno diálogo entre lo vivo y lo muerto desde un buen hacer del que no hay tantas voces. Ser y sombra, memoria e insatisfacción, dolorida percepción de cuanto se pierde y una profunda tristeza desajustada (que a veces habla de culpas y deseos secretos de no ser definitivamente, impotencia ante la vida brutal), crean desde el verso y desde un cuidado poema en prosa alguna de las mejores veredas de esta poesía llena de extravío y necesidad de decir.

De decir para conjurar el extravío y exorcizarlo, para poder vivir y dar un sentido. Y que desde los versos logra, a pesar de ser monotonal en perspectiva y clima este buen poeta tinerfeño, montado en el clavileño de cuanto se viene haciendo en esta época de versos desolados y melancólicos, a la que ayuda desde su compungimiento agonista, centrípeto y concéntrico.

Fragmentos de un cantar de gesta (2007), de José Luis Gómez Toré (1973), es también libro de época y estética. Pertenece por tanto a los poemarios del estupor, pues la corriente lleva, arrastra (o deturpa, que no es el caso) a toda una promoción encaminada hacia ello por tanta patrística del dolor. Otro melancólico más, próximo a los lenguajes esenciales aunque no definido en ellos, lleno de interrogantes sobre qué cosa hacer desde el otro lado de la claridad.

Poeta con ecos de Claudio Rodríguez (En esta claridad, o Arde también lo que no existe), y sin definición o perspectiva en este sentido, que llegará, pues tiene algo más que mero acompañamiento. Tenaz y capaz (a veces) emprende su andadura desde este poemario inexacto y de calidad simultánea tras su decantada lectura de la tradición esencial (y olvidar cuanto le llegaba de Francisco Brines, para leer mejor a los discípulos de José Ángel Valente y a Claudio Rodríguez), y que le proporcionan paradójicamente un territorio de libertad que no poseen los escritores demasiado atentos a los lenguajes heredados.

Martín López-Vega, más personal, tiende a leerse a sí mismo, y Rafael José Díaz no ha roto del todo con una herencia que ha modificado o quebrado tonalmente tras esa tradición. En ese sentido, Gómez Toré, al traer su propuesta semicruda, también prometedora, recoge tanto como olvida calcos y evidencias. Inscrito sólo parcialmente en los lenguajes de la multitud o nadie, (o un sol que se disuelve en la evidencia húmeda del tiempo), seguramente es el libro más incompleto, y, seguramente, el poeta más capaz de cambiarse. No es sólo postura su propuesta inexacta.

Ciudad del nómada puede parecer más atractivo por su propuesta de fondo, pero no es convincente siempre. Aunque no sea el suyo territorio usado. Sin embargo, poemas como Jardín sin nadie hablan del poeta estupendo de esos momentos desde el lenguaje preciso de una impresión y una lectura seria, una actitud.

Decantado e íntimo, atento en exceso a los signos naturales escalofriantes, demasiado tal vez (La urraca, sin Hughes y sin Binns), pero con demasiada transparencia o los antiguos qués, por qués, valentianos entre la luz y la herida que llegan hasta Manos que pisan la ceniza u otros de esta cadena, lectura.

Es el suyo un discurso pugnando por ser, al acecho, y que cuando olvida la mano férrea deja en la estela el perfume del agua de Flores amarillas. El parterre donde parece empezar a desasirse de los anclajes. Esos que rompen Extranjero en Dheli, propios, o Las manos y Primavera en Madrid. Ahí donde estalla el futuro poeta desde una palabra propia y sin maniera, si no se imposta en las herencias cómodas. Y con capacidad crítica bien traída en Vertedero ( y todo un futuro por delante).

Eduardo Moga (1962) llega desde tradición diferente a la de los poetas citados, escasos en el querer decir por culpa de una tensión y futuro convocante en el despliegue expansivo y ensimismado, formal sin exigencias últimas, excéntrico y retórico, sin caer en las cuencas del vacío logolálico (a pesar de su tendencia a desplegarse y ser expansivo) en alguna de las circunvoluciones e interrogantes existenciales donde busca su lugar.

En cualquier caso, su propuesta llega perfilada en Cuerpo sin mí ( 2007) desde una tradición formal (la del verso libre), y desde la proximidad que le une al grupo de poetas desolados, pensativos y agónicos del último final de siglo en español (o de comienzos de este otro), aunque sea con otra postura que no restringe el decir, y lo utiliza como merodeo indagador. En este sentido su pulso reflexivo y de época no escapa de las sinclinales de los desalentados en su lectura de lo inmediato de la vida, el ser, como interrogante. Poco más hay ahí.

La suya pertenece a la llamada poesía de la edad desde un venero reflexivo, como pueda ser con otra perspectiva y elocución la mejor Vista cansada de Luis García Montero, y vinculada a un poeta en la herencia de la claridad y la transparencia, sin estar demasiado preocupado por continuar caminos trillados desde su posición outsider o de voz entre sus contemporáneos, compañeros desde la retaguardia de quien prefiere el lance de fondo a la moda pura. Y que construye (¿constituye?) un difícil diálogo entre innovación y permanencia.

Reflexivo y ajeno a lo que quieren imponer las editoriales de tendencia, este poeta sin poética unívoca y buen decir, tiene oficio, lenguaje no impostado (propio) y presencia. Con sus aciertos y carencias provenientes de cierto cripticismo, Moga quiere estar, y puede hacerlo porque se le nota sentido del moderno esfuerzo atolondrado o autointerrogante en el merodeo (y puede dominar los lenguajes de lo omphálico y de su expansión desde lo próximo acendrado), si prestigia el querer decir sobre el querer encriptar.

No defrauda su latir sin impostura de buena palabra honda y atenta, que a veces se aproxima en su indagación a todo un mundo entreverado y pespunteante por debajo de cierta tendencia a no contenerse, o a querer hablar de más. Pero en cualquier caso estamos ante un poeta de lo íntimo y lo gnoseológico de ahora, o eso parece, en su mejor momento y donde hay muchas cosas apetecibles.

En cualquier caso Moga no transita lo fácil. Es pescador de lance con plomos de fondo. A veces el exceso de permeabilidad entre el yo y la crátera del mundo avisa de un fluido o prolongación blanda sin precipicio, salto. Moga crea mundos desde el azufre que soy, frente al Riechmann de la reivindicación híspida (excéntrica) y atenta a otras cuestiones de todos desde la acimez (o el desabrimiento), o desde cierta perspectiva donde el ensimismamiento en la copa de cristal de Wallance Stevens y Lorenzo Oliván se hacen la botella donde se proclama la constancia del ojo, y avisan de lo que sucumbe… fragmento existencial hecho poema extenso, mínima extensión autista, cuerpos presos sudando eternidad o el silencio que soy.

Es obvio que Eduardo Moga no es un artífice, obviamente; sino un poeta de fondo, pero centrípeto (que el mundo salga/de mí), extraño y ajeno, capaz desde el yo que excava o lija el azul exultante o esos mundos de rótulas o alas que atiende, pero que a veces sólo hablan de ensimismamiento y autofagia (poco más desde los versos).

Definido e indefinido, como Jorge Riechmann desde otro ámbito, el mundo donde las micas se deslíen crea un ámbito al que sólo accede un poeta atento a lo mínimo y sin decir entero (y menos discursivo), pero que muestra una vereda del buen hacer, indefinida y sabia, porque Moga tiene postura y acentos, pero no define completamente como han hecho otras poéticas próximas.

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