Elena Martín

Luna llena

    Aquella noche, la luna brillaba con todo su esplendor, iluminando el ancho cielo, mientras las envidiosas estrellas continuaban con su afán de imitarla, como había sucedido a lo largo de los siglos. En otras ocasiones, encerrada en mi cuarto, como solía transcurrir a veces mi día a día, me levantaba de la cama y salía al balcón, deseando poder observarlas.

    Sin embargo, esa noche su luz ya no me llegaba ni me reconfortaba, como sucedía antes. Incluso podía decir que me molestaba. No hacía más que recordarme días pasados, días felices que ya no volverían… ¿Por qué seguía brillando en aquella noche oscura cuando el resto del mundo no lo hacía? ¿Por qué intentaba iluminar mi vida, la cual ya se había extinguido? Mi corazón sufría ante estos pensamientos. Lo notaba esparcido a mis pies, roto en diversos y diminutos pedazos. Tenía miedo de agacharme a recogerlo y mucho más a intentar recomponerlo. Porque sabía que entonces el dolor regresaría. Y volvería a romperme y desangrarme por dentro, otra vez.

    Hacía frío, podía notarlo aunque, extrañamente, no me importaba. Mi dolor era peor que aquella sensación. Mi piel tiritaba, cubierta sólo por un simple vestido blanco de seda y tirantes, lo que no lo hacía muy abrigador, obviamente. Al salir, ni me había planteado coger algo más de ropa. Pero, de nuevo, ¿qué importaba? Si me congelaba, también lo haría mi corazón. No tendría que sufrir más. Sería casi un alivio.

    No me acerqué al pueblo, sino que me dirigí hacia la costa, aunque más bien debería decir que mis pies andaban solos. No tenían ningún destino fijado, sólo quería alejarme lo más posible de allí. El castillo, mi hogar durante los últimos meses.

    Llegué hasta el acantilado sin darme cuenta y no pude evitar darme la vuelta y observar, impotente, el imponente castillo que se alzaba protector ante el pequeño pueblo que hacía unos minutos había decidido esquivar. El único pensamiento que había tenido, sin recordar el dolor.

    Era medianoche y sólo había una ventana iluminada, en la octava torrecilla de la parte este del castillo, la única que podría reconocer en cualquier momento y lugar. La habitación de Derek. Donde, para mi desgracia, aquella noche él no la pasaría solo…

    Mis ojos se anegaron de lágrimas al recordarlo. Nuestros padres concertaron el matrimonio, pero pensaba que, a pesar de eso, nuestro amor era verdadero. Sólo hacía unos meses que mi padre había decidido trasladarme con mi futuro esposo, mi prometido.

    ¿Qué falló en nuestra relación? Habíamos pasado prácticamente todos los días juntos, incluso en las varias ocasiones en las que mi delicada salud lo impedía. Era en esos momentos cuando creía que demostraba más que nunca su amor por mí, al pasar conmigo los días en los que estaba en la cama, descansando y recuperándome, encerrada en mi habitación. Me cuidaba para que me recuperase cuanto antes y pudiésemos volver a pasear por los jardines, ir a visitar a reyes lejanos o simplemente pasar un rato de intimidad.

    Pero ya nada volvería a ser lo mismo. Me sentía traicionada. Todo el amor que yo había invertido en él, ahora lo empleaba con otra. Sin embargo, no me embargaba el rencor, ni el deseo de venganza. Simplemente, consideré que no había sido suficiente para él. Decaída, impotente, nunca sería una buena esposa, tal y como me enseñaron durante toda mi infancia. Deseaba pedirle consejo a alguien, pero mi padre se encontraba lejos de allí, a varios días de distancia, y no podía buscar consuelo en mi madre.

    Mi pregunta era ¿qué debía hacer ahora? ¿Tal vez intentar mejorar, para que se diese cuenta de que por mi amor, era capaz de todo? No podía. Ya no. No me encontraba con fuerzas para volver a verle, ni siquiera. Débil. Casi podía notar mi cuerpo desplomándose. ¿Qué era lo que lo sostenía? La vida.

    Fue entonces cuando me percaté realmente del lugar donde me encontraba. ¿El destino? No podía ser otra cosa. Él, atento a mi situación, me había abierto una nueva bifurcación en mi camino, que podía seguir, dejando todo lo demás atrás… Sería tan fácil escapar de la realidad, de los engaños, de las mentiras, del dolor y el sufrimiento, del desamor… Hacia un lugar donde sólo existiese la pureza eterna.

    Me descalcé, dejando mis zapatos como prueba de mi decisión y posando los pies en el frío suelo. Tal vez con ellos podrían deducir, tarde o temprano, qué había sido de mí. Pensé por un momento en dejarle una carta a Derek, pero no llevaba ningún papel encima, ni un lápiz. Y tenía ya demasiado claro que no regresaría ni al pueblo, ni al castillo.

    Me acerqué al borde del precipicio. Aquella bifurcación en la que antes había pensado, en realidad, no era más que una mentira. Más bien, se me había dado la posibilidad de cortar el paso. Terminar mi camino, antes de tiempo. El final.

    Las aguas del mar parecían estar en calma, por lo menos, desde aquella altura. Pero daba igual. El resultado sería el mismo. Mi cuerpo no lucharía para subir a la superficie, como harían otros, pues sabía qué le esperaba en ésta. Dolor, para siempre.

    Mi mente se llenó de pensamientos dirigidos hacia mis seres queridos: mi familia, sobre todo mi padre, al que seguramente se le partiría el corazón por mi decisión; mi suegro, quien siempre me había tratado como a una hija más; y Derek… Sí, fue en ese momento cuando descubrí que le seguía queriendo con locura. Suyo era mi corazón, ahora marchito, por siempre. Él último de mis pensamientos se lo dediqué sólo a él…

    …antes de avanzar el último paso que me separaba del final y notar cómo la gravedad ejercía el efecto deseado, cumpliendo mi deseo. Cerré los ojos, despidiéndome del mundo (mi mundo), Derek, mientras me precipitaba hacia el mar. Ya sólo sentía cómo caía, caía y caía…

    Paz.

    Fue la primera sensación que tuve, mi primer pensamiento. ¿Era aquello un sueño? Entonces, ¿estaba muerta? Pronto pude percibir más sensaciones, como la calidez y el sentirse reconfortada. Mi corazón volvía a estar en el lugar adecuado antes de que se rompiese, como si nunca hubiese sido herido. El dolor tampoco parecía haber existido.

    Estaba confusa. Mis memorias eran confusas. No recordaba nada con claridad desde el momento en el que pegué la oreja a la puerta de la habitación de Derek, al escuchar la conversación con su amante. Sólo la caída al agua, la falta de oxígeno, el peso de mi cuerpo que me arrastraba hasta el fondo del mar, para siempre. Mi tumba, donde debería estar ahora.

    Pero no sentía ningún tipo de contacto acuático en mi piel. El frío seguía traspasándola aunque… era extraño. Ya no tiritaba. Tampoco lo sentía realmente.

    Abrí los ojos lentamente. Aún era de noche. Soñolienta, pude ver que alguien me llevaba en sus brazos. Aquella sensación de calidez provenía del contacto entre su cuerpo y el mío, además de cómo se arrimaba a mí, de forma protectora. Quise preguntarle qué me había sucedido, qué había sido de mí.

    Las palabras no llegaron a salir de mis labios, al irme despertando poco a poco y observarle. Podría reconocer ese rostro en cualquier parte. Sus labios serios, formados por una línea totalmente recta, daban también una sensación reconfortante, apacible, serena, como si todo aquello que dejases en sus manos tenía solución posible. Así siempre fue él.

    Mark. Mi Mark. El hermano que perdí por una epidemia, a mis doce años, trece para él. Había crecido, había madurado. Aun así, para mí nunca cambiaría. Sus ojos, cansados y con ojeras la última vez que le vi, parecían rebosar ahora una vida sin fin. No pude evitar alzar la mano, con la intención de rozar su pómulo, su piel, sentir que todo aquello era real.

    Su contacto resultaba suave al tacto. Me habría abalanzado sobre su cuello, para abrazarle y estrujarle contra mí, comprobando que aquello seguía sin ser un sueño, cuando algo me detuvo. Mi propia mano. La luz de la luna incidía sobre ella y la traspasaba, como si fuese traslúcida. Aunque más que parecerlo, lo era. A través de ella, podía ver, aunque no nítidamente, lo que había detrás…

    Cerré momentáneamente los ojos. Entonces, era verdad, estaba muerta. La única explicación posible de encontrarme con Mark, después de tanto tiempo. Volví a abrirlos a tiempo para observar las dos grandes alas blancas que salían de la espalda de mi propio hermano, de las cuales no me había percatado hasta ese momento. Tomó impulso desde el suelo y, con infinita gracilidad, movió las alas a un ritmo constante y despegó del suelo. Con un rumbo fijo, parecía dirigirse hacia el cielo.

    Me apretujé más contra él. No hacían falta palabras para expresar la serenidad que emanaba en ese instante. Ahora que había muerto, Derek podría ser feliz con cualquier otra esposa que le correspondiese. Yo, en cambio, podría permanecer al lado de mi hermano, para siempre. No volvería a sufrir nunca más.

    Un destello. Dirigí la mirada hacia el cielo, nuestro destino. Me pareció haber visto de una nube oscura una luz que me recibía. ¿Recibir? Me fijé más en ella, hasta observar claramente una persona sobre ella, con dos pares de alas más. Un ángel, pensé al principio. Empecé a captar sus rasgos con más nitidez, al irnos acercando: su sonrisa franca y sincera, su melena rizada de color castaño que caía por su espalda hasta la cintura, su cara ovalada, parecida a…

    Ella también me esperaba. Mi madre. Nos parecíamos mucho, en aspecto físico, tal y como mi padre siempre me describió y explicó. Era muy guapa y me recibía con los brazos abiertos, por fin…

    ¿Aquello era la máxima felicidad que podría alcanzar? Era suficiente para mí. Al cabo de un tiempo, sin prisas, estaría finalmente rodeada de todos mis seres queridos. Ahora, me bastaba con mi madre y Mark.

    Mientras seguíamos ascendiendo, observé la luna llena, que seguía alumbrando la noche y ahora, también mi corazón. ¿Cómo podía haberme resultado molesta? Cerré los ojos, dejándome acariciar por su pequeña luz, volviendo a sentirme completa y dichosa, a pesar de haber muerto.

Elena Martín

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