Elena Martín Merino
Mírate. Te gusta observarte reflejado, ver tu propia imagen, tu franca y satisfecha sonrisa, la de quien lo tiene todo, de quien no le falta nada y se siente capaz de comerse el mundo.
Pero, ¿y si te dijera que el mundo tiene un sabor amargo? Me respondes que ya lo has saboreado y puedes apreciar su gusto dulzón y fresco. Me dan ganas de reírme de lo equivocado que estás. ¿No te das cuenta de que todo lo que has conseguido acabará por no valer nada? Me intentas acallar, pero yo siempre estoy aquí, no puedo irme por mucho que lo desees.
Te recuerdo tus múltiples tratos con «ellos». Vuelves a ignorarme, como de costumbre. Finges no acordarte de nada e intentas borrarlo de tu mente. Pero aquí estoy yo para sacarlo a la luz cuantas veces haga falta.
Te lo dieron todo a cambio de falsas promesas por tu parte. Y no te das cuenta de que ya empiezan a darse cuenta de lo poco ciertas que eran tus palabras. Cuando vengan a por ti, te quitarán más de lo que te ofrecieron.
Mi única función es prevenirte. Y, aún así, no paro de fracasar, pues sigues sin escucharme. Pero estate tranquilo: tengo todo el tiempo del mundo.
Una vaga idea comienza a rondar por tu mente. ¿Y si tengo razón? Por primera vez, dudas. No tardo en aprovecharme de tu situación para presionarte. A este paso, podré hacerte reflexionar sobre las consecuencias de tus anteriores actos antes de lo que esperaba.
Porque ellos están mucho más cerca de lo que piensas. Demonios que te ofrecieron todo por falsos tratos que no tienes pensado cumplir. Y que no piensan dejarte escapar, por mucho que pienses que no tienen poder sobre ti.
Empiezas a darte cuenta de tus múltiples errores. Bravo. Ya no te gusta mirarte al espejo. Éste sólo te devuelve la imagen de un hombre asustado, quien puede perderlo todo y no ganar nada ya. Porque es demasiado tarde.
Pero no para salvarte, te recuerdo. Hay varias alternativas aún que pueden sacarte del grave aprieto en el que estás. Una de las opciones es avisar a los ángeles. Pelearían contra los demonios, los harían retroceder y los castigarían. Pero a ti también, mi intrépido amigo, pues no son compasivos con los culpables, a pesar de ser a la vez, víctima.
Te niegas en redondo a tomar esa alternativa. No insisto. A mí tampoco me gusta. Sin embargo, aún quedan unas cuantas más.
Tienes la brillante idea de huir con todo lo que has obtenido, pero pronto te la estropeo. Mientras tengas lo que ellos quieren, te perseguirán hasta en el infierno. Sin embargo,…
… no si ya no posees nada. En cualquier otro momento, te hubieses negado a mi propuesta. Pero estás desesperado. Tu vida pende de tu decisión, como nunca antes lo había hecho. Y yo tengo la solución para salvarla. Me conviene hacerlo, pues, ¿para qué necesita un muerto una conciencia? Desapareceré en cuanto expires tu último aliento, mientras tú tendrás la opción de saber lo que es la «muerte». Que hay más allá de la vida, de esa frontera invisible.
Indeciso, vuelves a mirarte al espejo. Una calavera te devuelve la mirada. Y tomas tu decisión. La más sabia de tu vida, algo que puedo asegurar sin temor a equivocarme, pues llevo aquí desde mucho antes de que me recuerdes.
Te diriges hasta el teléfono y marcas los números correctos, temblándote la mano de puro nerviosismo. Tartamudeas y lloras, sabiendo que estás a punto de perderlo todo, derrochar cada una de las posesiones que los demonios te dieron.
Ignoro tu tristeza y me escabullo por los rincones más ocultos de tu mente. Mi labor ha terminado por ahora. Ya no me necesitas. Pero siempre estaré aquí para guiarte, sólo tienes que buscarme.
Elena Martín Merino, 2010.