Sola

Nadia Cortina

Era noche cerrada, las lunas dibujaban extrañas sombras en el bosque, sombras amenazantes, sombras de serpientes; pero sombras al fin y al cabo. Sigilosamente, un par de figuras encapuchadas se acercaron al arroyo, levemente iluminado por los rayos lunares. Se trataba de dos muchachas, una de ellas era apenas una niña. Habían estado entrenando duro toda la tarde, con espadas y lanzas, en combate cuerpo a cuerpo, necesitaban aprender a defenderse, en especial la más pequeña. Pero aquellas sesiones las dejaban agotadas. Aquella noche habían decidido ir al río a por provisiones de agua, que ya empezaban a escasearles y para intentar relajarse un poco. La vida en las montañas era muy dura, y mucho más para ellas.

Estoy hecha polvo dijo la pequeña mientras llenaba su orbe con agua fresca. No elevó la mirada hacia su compañera y su voz fue apenas un murmullo, pero la joven de al lado lo escuchó. Era su hermana.

Esta la miró, sorprendida y encantada. Había hablado, no pudo evitar sonreír. Sin duda aquello sería un buen presagio. Desde que habían huido a las montañas, la niña no había hablado absolutamente con nadie, ni siquiera con ella, la única familia que le quedaba. Prácticamente no había abierto la boca, salvo para beber y comer la escasa carne que conseguían. Se limitaba a fijar su mirada, cargada de tristeza en cualquiera que intentase iniciar una conversación con ella. Pero últimamente la mayor había comenzado a entrever un gran vacío en los ojos de la niña. No podía culparla, después de los horrores de los que había sido testigo.

Es lo que tiene vivir con el maestro de armas de Nurgon, las espadas son su vida y quiere enseñarnos a defendernos sonrió, acariciándole el pelo negro como el ala de un cuervo. Debía intentar animarla, si aquello era posible, claro. Ni siquiera ella era capaz de sonreír plenamente, ¿cómo podía pedirle a la pequeña que hiciese algo que ella era incapaz de hacer?

– Lo hace por nuestro propio bien, son tiempos muy difíciles, y necesitaremos todo lo que pueda enseñarnos.

Habían huido hacía mucho a las montañas, y a veces parecía que su vida anterior a aquello no había sido más que un plácido sueño que terminó convertido en pesadilla. Ahora estaban en una de la cordillera de Nandelt, se movían sin rumbo fijo, con el único propósito de seguir adelante, de sobrevivir. En aquellos momentos Covan estaba en el campamento, si así podía llamarse a la hoguerita que habían improvisado aquella misma mañana. Ahora aquella era su vida, vivir como proscritos, desde la destrucción de Shia, desde la muerte de sus padres y desde su propia muerte, pues ya no eran Alae y Reesa, princesas de Shia, aquello había quedado atrás, las princesas habían muerto junto a los reyes. Ahora solo eran dos chicas huérfanas, sin hogar ni identidad, destinadas a vagar y esconderse en las montañas por miedo a ser descubiertas, identificadas y destruidas por los szish o, peor aun, por los sheks. Pero aquella posibilidad era tan aterradora que no se atrevían a plantearla.

Por eso siempre estaban alerta, debían estarlo. La supervivencia era fundamental, y para sobrevivir debían estar preparadas para lo que viniese. Pero aquel día Reesa había hablado por primera vez desde hacia mucho y su hermana estaba totalmente centrada en ella, había olvidado todo lo que no estuviese relacionado directamente con su hermana y con lo alegre que estaba de volver a escuchar su voz.

Por aquel motivo no se dio cuenta de que algo se movía en la espesura, de que algunas sombras no estaban causadas por los caprichos de las lunas, hasta que ya fue demasiado tarde.

Fue como cuando despiertas de un sueño sobresaltada. Las dos permanecieron confusas y despistadas por un momento y sus enemigos lo aprovecharon. Los szish salieron de la nada, el bosque los había ocultado a la perfección. Atacaron a la niña primero, esta se removió, dio patadas, codazos, incluso mordió al szish que la aprisionaba. Entre el forcejeo logro ver como Covan llegaba, echando fuego por los ojos, y le lanzaba una espada a su hermana; los vio descargar sus aceros contra los cuerpos escamosos de los szish, sin piedad, pero controlando sus emociones, directos, precisos, letales. Cuando solo dos hombres serpiente quedaban en pie, Reesa había logrado zafarse del szish que la mantenía prisionera y la batalla parecía ganada, llegó. Su descomunal sombra ocultó la luz de las lunas por un momento, mientras sobrevolaba el campo de batalla.

La joven nunca llegó a saber si había estado ahí desde el principio o había llegado después, pero la sola imagen de aquella enorme serpiente la paralizó por completo comprendiendo que su recuerdo plagaría sus peores pesadillas durante años, si es que sobrevivía a aquella noche. A su lado, Covan lanzó una maldición, apretando con más fuerza la empuñadura de la espada y los szish sisearon, sabiéndose vencedores; no alcanzaba a ver a Alae. El enorme shek descendió de los alturas y dirigió directamente sus ojos irisados a Covan que ya descargaba su espada contra él, como si supiese lo que estaba pensando. Reesa no pudo creer lo que sucedía, de pronto el maestro de armas quedo inmóvil, como una piedra, incapaz de mover un músculo. Entonces un szish habló:

¿Le perdonamossss la vida ssseñor?preguntó dirigiéndose al shek y mirando a Covan.

Era la primera vez que la chica veía a un shek de cerca y, aterrada, se pregunto cómo sería su voz, llegando a la conclusión de que no quería oírla. Por lo visto, su plegaria fue escuchada por los Seis, pues no salió sonido alguno de la boca de la serpiente y en su cerebro tampoco se escuchó nada; es más, se diría que tan solo la oyó el szish que había preguntado. Fuese como fuese, no tocaron a Covan. Acto seguido el shek dirigió su letal mirada a la muchacha de mayor edad, que sostenía aun la espada en el aire, frente su rostro, lista para defenderse aun a sabiendas de que de nada podría servirle contra la serpiente.

No… ¡no! murmuró la chica antes de caer inconsciente en brazos del szish más cercano.

La niña observó todo esto con el terror pintado en el rostro y, sin embargo, cuando el shek se colocó delante de ella y siguió el mismo procedimiento que con su hermana, la chica no sintió miedo, sino una repulsión y un odio que la hizo temblar de ira mientras sentía cómo la serpiente se introducía en su mente; abrió mucho los ojos, intentando luchar contra los tentáculos que se estrechaban contra su cerebro, pero de nada sirvió, solo empezó a sentirse cada vez más cansada… poco después cayó inconsciente.

* * *

Se despertó con un terrible dolor de cuello, dándose cuenta de que lo tenía en una postura rara, y se dio un leve masaje para intentar despejarse. Le dolía la cabeza también y le costó concentrarse. Lo primero que notó fue que estaba en un lugar tenuemente iluminado, húmedo, terriblemente frío y que su hermana estaba a su lado. No había despertado aun y un mal presentimiento inundó su pecho. Se lanzó sobre el cuerpo de Alae y angustiada palpó su cuello rezando por encontrar pulsaciones. Suspiró con alivio, seguía viva.

Apoyó la cabeza de su hermana en su regazo y se recostó sobre la dura pared de piedra. Apenas podía ver en aquella oscuridad, pero estaba claro que se encontraban en una pequeña celda de roca. En una de las paredes había una pequeña ventana con tres oxidados barrotes, por la que entraba la poca luz que las iluminaba.

Reesa suspiró, acariciando la frente de su hermana. Al menos podía decir que estaban vivas y juntas, aunque no sabía por cuánto tiempo podría contar con eso.

* * *

Alae estaba asomada a la diminuta ventana, aferrada a los barrotes, y sacando el rostro al exterior, como de costumbre.

¿Qué buscas? Todos los días te asomas a la ventana ¿Estás esperando un milagro acaso? -preguntó secamente su hermana, con sarcasmo y desdén.

Lo cierto es que sí. Estoy esperando al dragón contestó, sin moverse, con la voz extraña, como si estuviese muy lejos. Algún día vendrá a rescatarnos, nos salvará.

Sabes que no es verdad, no vendrá nadie, estamos solas dijo la joven, con amargura.

No deberías perder tan pronto la esperanza hermanita -rebatió, volviéndose y mirándola a los ojos.

Reesa vio ilusión en los ojos de Alae, realmente creía lo que estaba diciendo, y se planteó si el encierro no la habría hecho perder la cabeza. Pero algo en la expresión de su hermana la tranquilizó, su seguridad, su fe. Ella también quería creer, en el fondo también lo necesitaba. La joven abrió la boca para decir algo, pero en ese preciso momento un szish abrió la puerta de golpe. Ambas quedaron deslumbradas por la luz del corredor un instante, luego el szish dijo:

Princessssa Alae acompañadme, osss essstán esperando. Alae se irguió, digna, y caminó hacia la puerta.

No, Alae, no te vayas, no me dejes sola suplicó la joven, aferrando a su hermana.

Tranquila Reesa, volveré enseguida dijo, pero esta vez no había esa confianza de momentos antes, ambas sabían que lo más probable era que no volviesen a verse nunca.

Daossss prisssa sssangrecaliente – les espetó el guardia con desdén.

Las dos sintieron el impulso de abrazarse, de no permitir a la serpiente que las separara, pero eran princesas, y en el fondo lo serían siempre, no podían permitir que su enemigo las viese flaquear de aquel modo. Por ese motivo, Alae levanto la cabeza y se irguió tan alta era cuando flanqueó la puerta con superioridad; la joven Reesa parpadeó para contener unas lágrimas que amenazaban can brotar de sus ojos antes de que ella lo permitiese, mientras observaba como su hermana abandonaba la celda.

Poco después, cuando la puerta ya estaba cerrada y los pasos de Alae y el szish dejaron de oírse por el pasillo, comenzó a llorar. Algo dentro le decía que no volvería a ver a su hermana y lo único que pudo hacer al respecto fue encogerse sobre sí misma, abrazándose las piernas, y llorar, llorar sin parar.

* * *

Hacía mucho que el szish se había llevado a Alae, y Reesa estaba convencida de que estaba muerta, al igual que de que nunca saldría de allí con vida. Sus días habían sido de oscuridad y amargura desde que su hermana fue arrancada de su lado, y la única compañía que tenía era la de una gotera, que parecía sumarle monotonía a su interminable encierro. Todo fue oscuridad y soledad hasta que, el día de año nuevo, con el Triple Plenilunio, llegó un szish. Al igual que la última vez, la luz procedente del exterior cegó a la joven, que pronto lanzó una mirada cargada de desprecio a la serpiente.

Acompañadme, princesssa Reesssa, essstán esssperando para trasssladarosss.
¿Trasladarme dónde? contestó ella con cierta insolencia.
No esss de tu incumbencia sssangracaliente replicó el szish, estricto.

Ante la poca disposición y la insolencia de la niña el guarda la cogió del brazo y tiró de ella hasta la puerta. La chica intentó escaparse del abrazo del szish por todos los medios, pero fue incapaz. Aun pataleando, fue conducida a una sala llena de szish, donde también había un hechicero humano que estaban intentando reducir a una horrible bestia. Reesa se quedó muda de terror, sintiendo que el suelo a sus pies se tambaleaba, o era ella la que no encontraba el equilibrio; el aire se negaba a llenar sus pulmones, y el estómago le daba vueltas, mientras todo su cuerpo se estremecía entre convulsiones, sin poder aguantar la imagen de la que había sido su hermana.

La bestia que una vez fue Alar tenía las facciones que tan bien recordaba mezcladas con los extraños rasgos de un animal desconocido para ella. Mechones de pelo que cambiaban de color a rayas cubrían su cuerpo, su fisonomía había cambiado dejando a la vista unos colmillos afilados y amenazadores adornados por un bigote felino. No pudo evitar sorprenderse ante la larga cola que se movía con rapidez a su espalda. Había escapado de los grilletes y estaba intentando escapar de los szish entre mordiscos y zarpazos.

Entonces sucedió, fue como si de súbito algo la hiciese reaccionar y aquella bestia, su hermana, se giró para mirarla fijamente. Ahora que era consciente de su presencia se abalanzó sobre ella con un rugido que llenó de horror a la joven.

Alae espera soy yo… tartamudeó, incapaz de moverse.

Pero Alae no la escuchaba, estaba poseída por las lunas. En su frenesí no reconoció a su hermana, estaba sedienta de sangre y quería carne, jugosa carne de niña humana. Reesa, incapaz de reaccionar la miraba a los ojos, buscando en ellos algo de su hermana, sin resultado. La atacó, con los dientes por delante. La niña chilló, tapándose el rostro con las manos. Iba a matarla, lo sabía, iba a morir devorada por su hermana y no había nada que pudiese cambiarlo. Así, encogida sobre sí misma, esperó el ataque de la bestia, un ataque que nunca llegó, y no fue porque Alae la hubiese reconocido en el último momento, sino porque un szish había logrado reducirla, salvándole la vida. Pero el hombre-serpiente no bastaba para retenerla, de forma que todos sus compañeros acudieron a ayudarle. Ella no se lo pensó dos veces y se escabulló de la sala, y echó a correr, deseando no parar nunca. Gracias a todo el caos que había causado su hermana, Reesa pudo escapar de Drackwen, pero el oscuro recuerdo de aquella noche la marcaría de por vida.

* * *

Estaba sola.

Hacía cuatro días desde su huida de Drackwen y la transformación de su hermana. Un escalofrío la recorrió al pensar en ello. En su mente solo había dos cosas: terror por haber visto a su hermana convertida en una bestia sanguinaria e irracional y odio hacia las serpientes que le habían hecho aquello, fuese lo que fuese; las mismas serpientes que habían matado a su familia, a su gente, a su tierra…

Pese a que no había elegido un rumbo voluntariamente, sus pasos la llevaron de vuelta a las montañas. Extrañamente deseó que aquellos días junto a Covan y Alae regresasen, por mucho que los hubiese odiado en aquel momento, era mejor que lo que tenía ahora. Se reprendió a sí misma, debía olvidar el pasado, ya no le importaba que la matasen, pero tampoco pensaba dejarse morir. Por eso, cuando llegó a las montañas y encontró un campamento, no se escondió, al contrario, fue directamente hacia un grupo de gente, el cual estaba reunido entorno a un gran armatoste de madera que no había visto en la vida.

¡Alto intrusa! gritó alguien cerca de ella.
¡Es un espía de las serpientes! le contestó otro, mientras le abalanzaban sobre ella e intentaban inmovilizarla. Ella les lanzó una mirada asesina.
¡De eso nada! Antes muerta que servir a los sheks contestó, levantando la cabeza con dignidad.
¿Quién eres y que haces en nuestro campamento? espetó el que parecía el líder, sin retirar a sus hombres, emperrados en sujetarle por las muñecas.
Me he perdido.
Nos venderás a los sheks, no podemos dejarte ir.
¿Quién ha dicho que me quiera ir? Además, ¿por qué motivo iba a venderos? ¿Sois rebeldes, acaso? preguntó un tanto esperanzada.
Sí… dijo, cauteloso, el líder.
Quiero unirme a vosotros dijo, sin apenas pensarlo, muy resuelta.
¿Qué motivos tienes para hacerlo? dijo una mujer, que parecía ser hechicera. La estaba mirando de forma evaluativa, como si planease algo.
Soy shiana contestó, simplemente, pero un matiz de odio tiñó la frase.

Todos cruzaron una mirada de entendimiento, Shia había sido uno de los reinos que se había rebelado contra los sheks y por tanto, como castigo, ellos la habían arrasado. Había sido un castigo ejemplar, para evitar que otros reinos siguiesen su ejemplo. Nadie podía odiar tanto a las serpientes como ellos.

Bienvenida a los Nuevos Dragones dijo la hechicera, que esta vez la miró con algo de lástima. Yo soy Tanawe y este es mi hermano Denyal.
Yo soy… dudó un instante, pero comprendió que Reesa había muerto aquella noche de plenilunio a manos de su hermana. Reprimió una lágrima y miró al frente con seguridad. Soy… Kestra. Me llamo Kestra.

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