Lágrimas en la lluvia

Nadia Cortina

Las nubes negras descargaban con fuerza sobre la ciudad. Las calles parecían teñirse de gris a medida que la tormenta avanzaba. La lluvia caía y caía, sin piedad, sobre ellas, provocando que pareciesen aun más desoladas de lo que ya solían ser. Era como si el cielo y sus habitantes se empeñasen en castigar aquel montón de ruinas, al que apenas se le podía llamar ciudad. La fiereza del viento y la rabia del agua declaraban la intención de hacer que la lluvia y el mar se adueñasen de aquel olvidado pedazo de tierra. De pie, entre las casas abandonadas, una figura avanzaba lentamente, haciendo frente al temporal.

Era una mujer, vestida de blanco. Su atuendo podía confundirse con un vestido de boda o con una mortaja. Los bajos del vestido estaban desgarrados y manchados de barro, de modo que la blancura de la tela había perdido todo su esplendor. Las mangas no eran más de dos pedazos sueltos de gasa, y el corsé, que empezaba a resquebrajarse, había perdido gran parte de las piedras preciosas que lo adornaron.

Pero todo aquello le era indiferente a la mujer, solo pendiente de continuar adelante. Su nombre era Cassandra, y caminaba sin rumbo, dejando que el agua pegase a su cuerpo las vaporosas telas que la cubrían. El cabello se había convertido en una maraña negra que había dejado de brillar hacía tanto tiempo que no alcanzaba a recordarlo. Su hermosura, que tantos habían deseado, no era más que un vano recuerdo. Sus facciones seguían siendo las mismas, idéntica nariz, boca, frente… Pero faltaba algo, ese algo que las había hecho especiales. No había alegría en ellas, solo dolor. Sus ojos, que un día fueron verdes, se habían tornado grises por las lágrimas y la lluvia. Su sonrisa, que solía ser cálida, no era más que una ilusión de tiempos pasados.

Extendió los brazos, dejando que el temporal la abrazase. Los días como aquellos eran lo único que aliviaba un poco su pesar. Le gustaba pasear por la ciudad fantasma, entre las paredes que habían sobrevivido al paso de los años, las antiguas casas, la mayoría ya sin techo, recordando las vidas que un día se desarrollaron en ellas, los aromas del mercado, los gritos del gentío, las risas de los niños… mientras las gotas de lluvia diluían sus propias lágrimas. Pero por mucho que llorase, no conseguiría rehacer el daño causado, por mucho que lloviese, no podría borrar las manchas de sangre de sus manos…

Sus pasos la llevaron al acantilado, el mar estaba revuelto por la tempestad que se cernía sobre ella. Una vez más pensó en lanzarse a las aguas, con la fugaz esperanza de encontrar la paz. Pero sería inútil, no merecía descansar en paz, no merecía dejar de vivir en aquel cementerio gigante, que una vez fue su hogar, aquello era algo que tenía asumido desde hacía siglos.

Se sentó sobre la roca, sin apenas notar su tacto helado, pues su interior hacía mucho que no sentía otra cosa que el eterno frío de la muerte. Se abrazó las piernas, tratando de evocar el calor del pasado, pero sin resultado. Y fue entonces cuando rompió a llorar, a llorar con toda su alma, estremeciéndose con el recuerdo de su vida anterior, de su vida humana.

Pero de súbito se sobresaltó. Le pareció escuchar algo en la lejanía. Miró a su alrededor. Nada. Lo mismo de siempre, casas medio derruidas, lluvia y mar. Pero cuando decidió que no había sido sino el rugir del viento, volvió a escucharlo, esta vez con claridad. Eran sollozos. Su corazón, que tanto tiempo había estado marchito, dio un vuelco que la hizo quedarse sin respiración. Alguien más estaba allí, y lo más importante, compartía su dolor.

Se levantó, echando a andar, siguiendo el sonido del llanto que, por primera vez, no era suyo. Siguió el margen del acantilado hasta la playa y allí estaba. Sentado en mitad de la arena, había alguien. Caminó en su dirección, muy despacio, desconfiada y asustada.

Pero a medida que avanzaba, comprobó que se trataba de un niño pequeño, de aproximadamente tres años, que se encogía sobre si mismo. Su pelo parecía negro bajo la lluvia, pero algunos reflejos revelaban que se trataban de mechones marrón avellana. Cassandra se acercó un poco más y extendió su mano hacia el cuerpecillo del chico, que se estremecía con cada nuevo sollozo. Un instante antes de llegar a rozar el hombro del niño, se preguntó si podría hacerlo, si seguiría siendo corpórea. Después de tanto tiempo estando sola, no tenía forma de saberlo. Sin embargo, antes de que tuviese tiempo para echarse atrás, el niño sintió su mano y se giró.

Sus ojos negros atravesaron su alma como un cuchillo. Por un momento se sintió vulnerable y pequeña en su presencia. Pero entonces el niño hizo un puchero y empezó a llorar, echándole los brazos al cuello. Por un momento se quedó bloqueada, la visión del niño llorando la hería en lo más profundo de su alma, y la transportaba al peor momento de su vida. Sintió ganas de huir, de correr lejos de allí y no volver nunca más. Pero al darse la vuelta para marcharse, algo la detuvo. Quizás, solo quizás, podría ayudar a ese niño… podría ser su única ayuda.

Se inclinó sobre él y le tomó en brazos. Volvió a temer que el cuerpecito del pequeño atravesase sus brazos pálidos como el mármol, pero nada de eso ocurrió. Fuese lo que fuese en lo que se había convertido, era tangible. Cargó con el niño hasta la ciudad, y se adentró en una de las pocas casas que podían ofrecer resguardo a la lluvia, que parecía amainar lentamente. Por el camino, el niño le aseguró que había estado jugando a ser explorador y que había acabado perdido y solo en aquella playa, con la tormenta y el mar.

Una vez resguardados, Cassandra cubrió al niño con una manta hecha jirones y comenzó a acunarle. El niño bostezó, cansado.

¿Puedes contarme una historia? preguntó con voz somnolienta.
¿Una historia? No sabría…
Puedes contarme la historia de esta ciudad pidió el niño. De por qué está abandonada…

Las palabras del niño se clavaron como espinas en su alma. Retuvo las ganas de gritar y correr y decidió enfrentarse a ellas. Dirigió sus acuosos ojos al despiadado cielo y comenzó a hablar:

Hubo un tiempo en el que la gente de esta ciudad creía que la lluvia la provocaban las lágrimas de la princesa de los soberanos, que los ángeles del cielo se entristecían tanto al verla triste que lloraban con ella. Era una muchacha bella, conocida por su hermosura y el amor que le profesaba su pueblo. Era amable y magnánima, sin dejar de ser justa y se creía que el reino prosperaría en sus manos cuando pasase a ser la soberana.

Cuando la joven se acercó a la mayoría de edad, su padre decidió que era el momento de que encontrase marido, de modo que envió la noticia de que buscaba esposo para la princesa a todos los reinos cercanos y ninguno rechazó la invitación a la fiesta de cumpleaños que se celebraba con motivo del aniversario de la joven.

Cuando al fin llegó el día de la recepción, la princesa ya sabía quién sería su marido. Su padre ya lo había arreglado con el monarca del reino vecino, grande y poderoso. Sería un gran beneficio para el reino emparentarse con un territorio así, pero ella sabía que sería infeliz en su matrimonio. Conocía bien al príncipe Héctor, y nunca le había agradado su presencia. Sin embargo, debería llevar acabo su enlace, era lo que debía hacer, para lo que la habían criado desde niña.

Pero, por desgracia, entre todos los demás pretendientes la joven encontró el amor. Dos veces. Los culpables fueron dos hermanos, príncipes de un reino lejano del que nadie había oído hablar. Pese a que afirmaban ser familiares, eran como la noche y el día. El primero en el que se fijó la joven se llamaba Matt, y nada más verle comprendió que se había enamorado locamente de él. Su corazón latía con más fuerza cada vez que le miraba y sentía una especie de fuerza sobrenatural que la empujaba a sus brazos. Y lo peor era que había algo en sus ojos grises que le decía que lo sabía, algo en su sonrisa que la hacía sentir como una marioneta en sus manos, algo que le gustaba de una manera oscura y aterradora.

Pensaba que nunca podría amar así a nadie más cuando reparó en Sam. Sus rasgos eran tan hermosos como los de su hermano, aunque era evidente que poseían bellezas distintas. La muchacha quedó embelesada con la forma en la que los rizos dorados del chico caían sobre sus ojos azules como el mar. Pero era su forma de mirarla, de sonreír, lo que la hacía quedarse sin respiración, como si todo lo demás no importase.
La joven princesa comprendió que los amaba a los dos, de formas distintas, pero los amaba. Y también vio que nunca llegaría a querer a Héctor de ninguna de esas maneras. Como su compromiso no estaba anunciado oficialmente debía tener discreción y dedicarles su tiempo a todos los pretendientes acudidos, pero inevitablemente pasaba mucho más con los dos hermanos que con el resto de los príncipes.

Junto a Matt se divirtió más que en toda su vida, pero la simple sonrisa de Sam al mirarla la hacía sentir la mayor felicidad que jamás conocería. Con Matt se sentía libre, rebelde, viva. Pero junto a Sam podía ser ella misma sin miedo a nada. Matt la miraba como a una golosina que tarde o temprano fuese a deleitar, Sam parecía encontrar poesía cada vez que clavaba la vista en sus ojos verdes. Sabía que, en el fondo de su corazón, solo había sitio para uno de ellos, pero aún no tenía el valor suficiente para enfrentarse a esa verdad.

Cuanto más tiempo pasaba a su lado, más crecía el amor que sentía por ellos, llegando a olvidar todo lo demás, todas sus obligaciones y discreciones. De este modo, los demás príncipes fueron comprendiendo que su petición sería denegada y el padre de la joven descubrió que su hija no deseaba cumplir sus órdenes. Sin embargo, Héctor, que ya había notado los sentimientos de su prometida, sintió crecer los celos y el odio dentro de su corazón.

Un día, próxima ya la fecha en la que debía anunciar su elección, la princesa decidió hablar con los hermanos.

Les confesó que ya estaba prometida, cosa que no pareció sorprenderles, y que por tanto, no podrían volver a verse. Sam sonrió de forma triste ante sus palabras y besándola en la frente la deseó lo mejor en su futuro, mientras ella sentía como si le arrancasen algo de vital importancia de su interior, dejándola vacía por dentro. Pero Matt no pareció tan resignado e intentó convencerla de que se fugase con él. Habló de forma tan encantadora y apasionada que la hizo titubear, pero al ver una solitaria lágrima en el rostro de Sam comprendió que no era lo que realmente deseaba así que, entre lágrimas, se negó a acompañar a Matt y abrazando con fuerza a Sam le confesó que a quién realmente quería era a él.

En ese momento, un golpe en el pasillo les sobresaltó y la puerta se abrió de par en par. Allí apareció Héctor que, echando fuego por los ojos atravesó a Sam con su espada. La princesa cayó al suelo, sin querer creer lo que ocurría, mientras la risa de Matt la hacía temblar de miedo. Héctor la tiró del cabello, jurando que la obligaría a casarse con él. La joven se negó a hacerlo, asegurando que prefería morir. Héctor, loco de celos, introdujo su acero en el vientre de la princesa, mientras las lágrimas de esta manaban sin fin. Su último pensamiento antes de morir fue para Sam, sabiendo que su muerte había sido culpa suya.

Cuando la noticia de estos hechos llegó a oídos del rey, sintió cómo la ilusión, la esperanza, el amor de su vida se apagaba sin su hija. El pueblo se enfureció y estalló una guerra entre los dos reinos. Pero el príncipe Héctor provenía de la ciudad con mejores soldados de todo el continente y tras una larga batalla, nadie quedó con vida en la ciudad de la princesa…Desde ese momento no ha dejado de llover sobre ella.

Cassandra calló, reprimiendo un sollozo, mientras las lágrimas brotaban con todo el dolor de su corazón.

Tú eras esa princesa ¿verdad, Cassandra? preguntó el niño.
Sí, fui la señora de esta tierra… pero de eso hace mucho tiempo dijo, sorprendida de que conociese su nombre.
Por eso siempre llueve, porque sigues llorando ella asintió. ¿Lloras por haber perdido la vida? ¿El amor?
No… la seriedad del niño era muy extraña, pero continuó hablando Lloro por la muerte de mi familia, de mi pueblo… por todo lo que ocurrió por mi culpa. Al morir quedé ligada a la ciudad, y vi el dolor de mis padres, su muerte, la muerte de todo el mundo… y después vi la muerte de la ciudad misma, del lugar que tanto amaba… por eso lloro. Este es mi castigo, ver como todo lo que amo se destruye… este es mi pequeño infierno.
¿Qué habría pasado si no hubieses conocido a Sam?
Posiblemente me habría fugado con Matt, y habría terminado siendo una desgraciada. Con los años, comprendí que no era amor verdadero lo que sentía por él, y mi pasión se marchitó hace mucho.
¿Y si no hubieses conocido a ninguno de los dos?
Me habría casado con Héctor y nada de esto habría ocurrido miró extrañada al niño, que ya no le parecía para nada un pobre chiquillo perdido. Este sonrió.

El verdadero nombre de Matt es Matchitehew, fue enviado por el averno para corromper tu alma, la cual estaba siendo considerada para entrar en la corte angelical. Si te hubieses fugado con él, ahora estarías en el verdadero infierno. Por no cumplir con su cometido y no llevar tu alma consigo, fue castigado a siglos de tortura Cassandra abrió mucho los ojos y después sonrió.

Después de todo lo que pasó, de tanto tiempo, supongo que es la explicación más lógica que podrías haberme dado. Ya ni siquiera me extraña pero, ¿qué pasó con Sam? Murió por mi culpa…

Samael era el ángel que el cielo envió para guiarte y evitar que cayeses en la trampa de Matchitehew. Pero no cumplió bien su tarea y por ello fue castigado. Aun sigue afirmando que se enamoró de ti el corazón de Cassandra se paró por un momento.
¿Sam? preguntó, secándose una lágrima. El chico sonrió. Pero, ¿qué eres tú?

Soy un querubín, mandado aquí para evaluarte. Esto era tu purgatorio y debes saber que tu alma ya es libre entonces, una luz encantadora apareció, y el niño se desvaneció en su interior, sonriéndola.

¡Espera! ¿Qué pasa conmigo? preguntó, poniéndose en pie.

Ven conmigo el susurró la sobresaltó, porque conocía esa voz, por la que tanto habría dado hacía un tiempo. Al darse la vuelta allí estaba, rodeado de oscuridad, Matt.

Ah… no, ¡no! retrocedió, alejándose de él, pero sin atreverse a dejar de mirarle. A cada paso que daba se acercaba más a la luz, hasta que su espalda topó con un objeto blando. No iré contigo, ya no.

Ya la has oído, largo cada palabra estaba llena de desprecio, pero escuchar esa voz a sus espaldas hizo que en su rostro apareciese un amago de sonrisa. El demonio desapareció, dedicándoles una última mirada de odio, mientras unos brazos se cerraban alrededor de la cintura de Cassandra.
Sam susurró, dándose la vuelta para poder observarle con claridad, mientras lágrimas, esta vez de alegría, inundaban sus ojos. Seguía tal y como le recordaba, a excepción de sus alas blancas. Samael.

Él pareció sorprenderse al escuchar su nombre completo, pero tardó poco en reaccionar estrechando su abrazo. Entonces ella recordó algo, frunciendo el ceño.

Te castigaron por mi culpa… yo lo siento habrá sido terrible… él la hizo callar, fundiéndose en un suave beso con la joven. Cuando sus labios se separaron Cassandra le sonrió. Siempre quise que fueses mi primer beso – él le devolvió la sonrisa.
Mi castigo fue verte sufrir le susurró. Pero por fin ha pasado todo, ahora estás en casa con sus últimas sílabas, Cassandra sintió un leve dolor en la espalda, y la caricia de las plumas le hizo cosquillas. Miró por encima de su hombro, asombrada y admirada del par de alas blancas que habían nacido de su espalda

Bienvenida, ahora eres un ángel, lo que siempre debiste ser. Se te conocerá como Cassiel, y serás el ángel de las lágrimas, encargada de acompañar a las almas de los reyes y soberanos dijo, hundiendo sus dedos en el pelo de ella, y volviendo a besarla.

Cassandra, ahora Cassiel, sonrió y miró al cielo. En lugar de las nubes negras que la habían acompañado durante tanto tiempo, ahora brillaba un sol radiante. Cuando contempló la ciudad se sorprendió al verla llena de vida, reconstruida y habitada por cientos de personas.

Ahora puedes avanzar, has estado viviendo en el día de tu muerte durante todo este tiempo. Este es el aspecto que tiene ahora tu tierra susurró Samael a su oído.

Cassiel sonrió, sin poder acabar creer que todo fuese a ir bien, que él estaría siempre a su lado, que no volvería a estar sola… Le miró a los ojos y volvió a besarle y mientras la luz se los tragaba se sintió en paz, feliz. Samael tenía razón, al fin estaba en casa.

Nadia Cortina

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